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No ficción

A mediados del año pasado, aproximadamente dos años después de haber asumido el puesto de editor multiplataforma de Perú21, comencé a escribir un libro sobre los enormes cambios y retos que los medios de comunicación vienen enfrentando en la era digital.

Desde que a principios de la década de los 2000 Apple cambiara para siempre la industria musical, muchos nos hemos preguntado ¿por qué no ha ocurrido lo mismo con la industria de medios, por qué no han aparecido un iPod y un iTunes para las noticias?

Lo obvio, lo inmediato, lo fácil, es pensar que en unos años cuando echemos una mirada atrás recordaremos el 2016 como el año en que empezó la Era de Donald Trump. Ese enunciado por sí solo ya es lo suficientemente terrorífico: el líder del mundo libre, el hombre más poderoso del planeta, es ahora un supuesto billonario de dudosa reputación con un pasado de estrella de reality show de serie B y un presente de tuitstar vengativo y rencoroso. Que este haya sido el año en que la nación más poderosa de la historia decidió poner su futuro –y con ello el nuestro también– en las diminutas e histéricas manos de Donald Trump bastaría para convertir el 2016 en el Año del Miedo.

Ganzeer es un artista originario de Giza, Egipto, que alcanzó cierta fama en 2011 cuando algunas de sus imágenes se convirtieron en símbolos de la revolución que nació en la plaza de Tahrir y que concluyó con la renuncia y posterior condena a cadena perpetua de Hosni Mubarak, presidente y dictador egipcio durante 20 años.

Imagino que a estas alturas y gracias a Netflix buena parte de los lectores están familiarizados ya con Black Mirror, la serie creada por Charlie Brooker que examina nuestra relación con la tecnología.

En un momento de su especial para Netflix, El amor es de putos, el comediante mexicano Carlos Ballarta se burla de aquellas personas que, incapaces de entender o encajar una broma, se toman siempre los chistes de forma personal y se ofenden de manera exagerada ante la mención jocosa de algún rasgo identitario.

La única respuesta satisfactoria que conozco a la pregunta ¿qué es la objetividad?, se la leí al periodista español Arcadi Espada: la objetividad no es sino la posibilidad de dar cuenta de los hechos al margen de las propias creencias. No se trata, decía Espada, de dejar los prejuicios fuera de la redacción, sino de seguir el ejemplo del periodista italiano Indro Montanelli, quien hablaba de tener los prejuicios bien presentes para ponerlos delante del lector y estar dispuesto a que nos los refuten.

Una semana antes de las elecciones del 8 de noviembre en Estados Unidos, buena parte de la prensa norteamericana se preguntaba –con razón, si recordamos algunas declaraciones previas del entonces candidato republicano– si Donald Trump aceptaría la victoria de Hillary Clinton o llamaría a sus seguidores a desconocer el mandato de la primera presidenta mujer de los Estados Unidos. El 9 de noviembre, cuando aún con votos por contar quedaba claro que la victoria había sido para Trump, no fueron sus simpatizantes los que se lanzaron a las calles para denunciar un triunfo ilegítimo, sino un buen puñado de pasmados e indignados votantes de Clinton y/o del Partido Demócrata que clamaban contra el presidente electo y alzaban el puño contra el sistema “corrupto” o “fallido” que lo había elegido.

Jonathan Shainin, editor de reportajes del Guardian, tuiteó el sábado aún con la resaca electoral a cuestas cuatro días después: “El verdadero ganador de estas elecciones es la monocausalidad”. Shainin se burlaba de la necesidad de algunos periodistas, analistas y parte del público de encontrar una explicación, una razón única y casi mágica que explicara la victoria de Donald Trump en las elecciones del 8 de noviembre. Una causa, inadvertida para todos o casi todos, que explicara lo inexplicable.

Desde un punto de vista meramente electoral, hablando únicamente de votos, la respuesta a lo ocurrido en las elecciones presidenciales del 8 de noviembre es sencilla: Hillary Clinton no consiguió movilizar a su supuesto electorado. Algunos datos que ilustran este punto:

Eric Smith tiene 34 años, una gorra descolorida en la cabeza, un anillo de castidad en el anular de la mano izquierda, una mochila a la espalda y una cruz sobre el hombro. No es una metáfora, la cruz no es una figura retórica que habla del sufrimiento ni el martirio de Eric; la cruz existe, tiene una ruedita en la base, mide casi dos metros y medio de alto, y reposa sobre el hombro izquierdo de Eric.

Eric Smith tiene 34 años, una gorra descolorida en la cabeza, un anillo de castidad en el anular de la mano izquierda, una mochila a la espalda y una cruz sobre el hombro. No es una metáfora, la cruz no es una figura retórica que habla del sufrimiento ni el martirio de Eric; la cruz existe, tiene una ruedita en la base, mide casi dos metros y medio de alto y reposa sobre el hombro izquierdo de Eric.

Pedro Guardado nació en Washington D.C. hace 34 años, hijo de padres salvadoreños que en 1980 huyeron de la guerra civil que había empezado en su país un año antes. Pedro nació y creció en la capital norteamericana, junto a sus dos hermanas, Wendy y Flora. El señor Guardado, que había sido militar en El Salvador, consiguió trabajo en una imprenta, mientras la señora Guardado trabajaba limpiando casas para que sus hijos tuvieran la educación y seguridad que su país de origen era incapaz de ofrecerles. “Dos trabajadores no altamente cualificados, pero sí muy dedicados y orgullosos”, en palabras de Pedro.

Una de las historias dominantes de esta campaña eterna y alocada ha sido el peso que los cambios demográficos del país están teniendo en la suerte de los dos candidatos y en el futuro de los dos grandes partidos. El cambio etnográfico es imposible de ignorar y la campaña ha estado signada por él. Según explica el experto en demografía William H. Frey, conocido por su libro de 2014 Diversity Explosion, 2011 fue el primer año en que nacieron más niños no–blancos en la historia de Estados Unidos. Según las predicciones de Frey, para 2050, el país dejará de ser mayoritariamente blanco para pasar a no tener, por primera vez desde su fundación en 1776, una mayoría étnica dominante. Entre las –por ahora– minorías, la más grande y robusta es la latina, que cuenta hoy con el 16% de la población. Latinos y asiáticos –por ahora el 5% de la población– son los dos grupos étnicos de más rápido crecimiento y, según los cálculos de Frey, ambos crecerán por encima del 100% para 2050. Lo mismo ocurrirá con las personas identificadas como de dos o más razas, que hoy suponen el 1.9% de la población y crecerán casi en 200%.

A solo cinco días de las elecciones, la expectativa de victoria o derrota de uno y otro candidato dependerá de qué canal, qué estación de radio, qué site noticioso o qué podcast sintonizas.

Entre los pocos e improbables héroes que dejan estas accidentadas elecciones presidenciales en Estados Unidos, ninguno más inesperado que la presentadora de Fox News Megyn Kelly.

La historia norteamericana del siglo XX cuenta con una serie de asesinatos sin los cuales no sería posible entenderla. Asesinatos que marcaron a la sociedad estadounidense y abrieron debates profundos cuyos efectos pueden rastrearse aún en la cultura y conversación pública. Para hablar solo de mitad de siglo en adelante: el asesinato de JFK; el asesinato de Martin Luther King Jr; el asesinato de Bobby Kennedy; los asesinatos –entre otros el de la actriz Sharon Tate– cometidos por la secta de Charles Manson; el asesinato de Nicole Brown por el que, contra casi toda evidencia, no se condenó a O.J. Simpson. Acerca de ellos se han escrito innumerables libros, novelas y obras de no ficción; se han filmado decenas si no centenares de películas y documentales.

Mi término favorito de 2016 es “apropiación cultural”. Aunque el binomio no es nuevo –si bien el origen del concepto es incierto, anda rondando en el mundo académico norteamericano desde los 90–, este año se ha hecho mainstream y de unos meses a esta parte me ocurre con él lo que nos ocurre a los treintañeros con las imágenes de bebés: es imposible escapar a él en redes sociales, salta en el muro de Facebook y el timeline de Twitter un día sí y otro también.

Hace un par de meses, el profesor y columnista Pierre Castro contaba en uno de sus artículos que había enviado a leer a sus alumnos la novela ‘La paloma’, de Patrick Süskind, famoso por su celebradísimo éxito de ventas ‘El perfume’. En un momento del libro, cuenta Castro en su columna, el protagonista ve a un vagabundo en un parque comiendo sardinas y bebiendo vino despreocupadamente. El personaje de Süskind ve al vagabundo tan contento, que se cuestiona si su vida de portero de un banco con un trabajo de 8 am a 6 pm, almuerzo a toda velocidad, uniforme y facturas por pagar tiene sentido. El portero sigue fantaseando con una vida a la intemperie hasta que recuerda, según relata Castro, que “alguna vez vio a ese mismo vagabundo correr a esconderse entre dos carros para cagar en plena calle”. Y ahí, el portero de banco se dice a sí mismo que “todo lo absurdo de su vida tenía sentido porque lo salvaba de tener que hacer la caca en la calle”.

En junio de este año, en Perú21 decidimos sumarnos a las reivindicaciones por el Día Internacional del Orgullo LGTBI, una fecha que en el Perú y en muchos otros países sirve como un terrible recordatorio de que no todos los ciudadanos contamos con los mismos derechos ante la ley, de que a algunos de ellos se les priva de los suyos sin más razón que su orientación sexual. Para ello, además de varias notas y artículos, intervinimos el logo del diario en nuestras redes sociales:

En 2014, la escritora Rebecca Solnit publicó un pequeño y luminoso ensayo titulado Men Explain Things to Me (en castellano Los hombres me explican cosas . Capitán Swing, 2016). En 2008, cuatro años antes, Solnit había escrito un artículo con el mismo título , donde apuntaba por primera vez la idea que sería el origen del hoy extendido término mansplaining .

Si las elecciones norteamericanas de este año no fueran –gracias a la irrupción de ese payaso millonario que es Donald Trump– una fuente inagotable de escándalos y absurdos que mantienen entretenido a medio mundo, el gran tema en la política estadounidense este 2016 sería la caída de Roger Ailes, otrora CEO, amo y señor de Fox News.

Hace un par de semanas conversaba con un conocido brasilero, físico y ex profesor del MIT, que lleva viviendo tres décadas en el Perú. Es un hombre sereno, de una curiosidad omnívora y contagiosa, y al que nunca he escuchado decir una mala palabra acerca de nadie. Mientras charlábamos, le pregunté qué es lo que más le seguía sorprendiendo de este país. No tardó mucho en responder, como si fuera algo en lo que pensara constantemente: la cerrazón ideológica y el enorme peso que tiene en la gente. Me extrañé un poco por la selección del término. No tardamos mucho en convenir que no se refería a la habitual acepción política/partidaria de la palabra ideología, sino a un sentido más amplio, el del conjunto de ideas de distinta índole que gobierna o caracteriza la visión de mundo de una persona o un grupo. Para que la definición que este conocido utilizaba de ideología esté completa habría que sumarle la dimensión moral.

En un pequeño ensayo titulado “La risa caníbal”, el escritor español Andrés Barba señala: “El cómico es un gran aglutinador porque no hay nada con una capacidad de convocatoria más inmediata que una buena carcajada”. La sentencia de Barba me viene a la cabeza cuando reviso la prensa peruana y me detengo en las viñetas de sátira política que casi todos los medios llevan en sus páginas. La tradición de historieta política es larga y fructífera en nuestro país, y esos pequeños rectángulos ilustrados han adquirido en algunos casos mayor influencia que muchas columnas y editoriales.

Desde hace ya un buen tiempo, una popular radio peruana ha convertido en su lema la frase “Porque tu opinión importa”. La frasecita no es sino un paso más allá del famoso “todas las opiniones se respetan”. El dicho original, si se piensa con cuidado, no es sino un malentendido. A quien debemos respetar es a quien emite la opinión. El periodista español Arcadi Espada decía que había que discutir las ideas con vehemencia hasta el final para que ni una sola de las chispas propias de la discusión salpique a las personas que la mantienen. Una opinión no se respeta: o se está de acuerdo con ella o se discute. De hecho, a mí me gusta mucho más el dicho anglosajón: las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene una y la mayoría apesta.

En nuestro país existen entre 60 y 100 periódicos. Es imposible conseguir una cifra exacta. Créanme que lo he intentado. De ellos, actualmente, solo hay uno dirigido por una mujer: El Chino, que lleva en el postón el nombre de Silvia Gavidia Román. Con ella, hasta donde he podido averiguar, son seis las mujeres que han ocupado alguna vez la dirección de un diario en el Perú. Seis mujeres en 226 años de historia periodística (el primer diario reconocido como tal fue El Diario de Lima, fundado en 1790). El periódico de propiedad privada en actividad más antiguo del país, El Comercio (que al igual que Perú21 es parte del Grupo El Comercio), ha tenido 15 directores en sus 177 años. Todos hombres. El diario oficial El Peruano, que en octubre cumple 191 años, ha tenido una directora.

¿Recuerdan la última vez que un presidente peruano dio un discurso, una rueda de prensa, un mensaje a la nación, lo que sea, a la hora programada? ¿Recuerdan la última vez que una elección en este país no se vio empañada por un lío burocrático, un inexcusable asunto de forma, con ese cenit del ridículo institucional que fueron hasta el último día las últimas presidenciales?

Si estás leyendo esto en una pantalla conectada a Internet, voy a pedirte que hagas un pequeño ejercicio. Acerca la oreja a la pantalla. ¿Lo oyes? Ese grito sordo al fondo son los lamentos de millones de periodistas alrededor del mundo cada vez que Facebook decide cambiar su algoritmo.

En el último número de la revista New Yorker se publica una extensa crónica titulada ‘¿Quiénes son todos estos seguidores de Trump?’, en la que el escritor George Saunders asiste a una serie de mítines del candidato del Partido Republicano con la intención de entender cómo son y qué defienden los adeptos de Donald Trump. A lo largo del texto, Saunders, quien se considera a sí mismo un progresista, se muestra profundamente preocupado por la división existente entre “las dos Américas”. En un momento del texto explica: “Debilitados intelectual y emocionalmente por la incesante degradación del discurso público, somos ahora dos países separados por la ideología, Izquierdalandia y Derechalandia, hablamos idiomas distintos y las líneas de comunicación han caído. Nuestros dos países no solo razonan de manera distinta, sino que recurren a sistemas de conocimientos sin puntos en común y poseen sistemas mitológicos completamente diferentes”. Es de esa distancia, argumenta Saunders, de donde proviene la incomprensión de unos y la rabia de otros.

Los días posteriores al referéndum en que los británicos decidieron mayoritariamente abandonar la Unión Europea, un video de poco más de un minuto se propagó por redes sociales. No hubo web informativa que no lo reprodujera, ni analista contrario al Brexit –como se bautizó a la salida de Reino Unido de la UE– que no elevara la voz ante la hipocresía de Nigel Farage, uno de los principales rostros de la campaña a su favor. En el video se puede ver cómo Farage admite con tranquilidad que una de las más famosas ofertas hechas por los suyos –destinar los 350 millones de libras que Reino Unido supuestamente envía a la semana a la UE al financiamiento del sistema de salud británico– era en realidad una exageración imposible de cumplir.

Hace poco, en una reunión de amigos, entre copas de vino y charla política, dije que los periódicos formamos parte de la industria del entretenimiento. No es la primera vez que lo decía, lo dije hace un año en una entrevista que me hicieron, pero nadie la leyó o no me hicieron mucho caso, porque no levantó mayor revuelo. En esta pequeña reunión, donde todos éramos periodistas, escritores o alguna variante de gente a la que se le paga por leer y escribir, en cambio, se me lanzaron al cuello. La intelligentsia miraflorina no iba a dejarme escapar esta vez: ¿Cómo es posible que digas eso? Los medios tienen una responsabilidad ante la ciudadanía, no son un mero entretenimiento.

Dos de los cambios fundamentales en la comunicación en redes sociales son la invisibilidad del contexto y nuestra proclividad al linchamiento. Al respecto ha escrito un libro el periodista Jon Ronson, ‘So You’ve Been Publicly Shamed’, donde desmenuza casos de personajes cuya vida cambió –para mal– por un error en redes sociales, un video de Youtube o una foto que se volvió viral. Ronson cree que con las redes sociales “hemos creado un teatro para la representación constante de dramas artificiales de alta intensidad. Todos los días una nueva persona emerge como un héroe grandioso o un villano repugnante”.

La semana pasada, el columnista del New York Times Nicholas Kristof abría un fascinante debate en su artículo dominical . Kristof, que se considera un progresista y planteaba su columna como una especie de mea culpa, argüía de manera convincente que el mundo universitario estadounidense discrimina a los conservadores.

Hace un par de semanas me invitaron a conversar con alumnos de una facultad de Comunicaciones. Como cada vez que hablo con estudiantes, lo primero que hice fue preguntarles si leían periódicos. Por supuesto, la respuesta unánime fue no. Acto seguido, les pregunté cómo se informaban. Esta vez, la respuesta fue: a través de lo que mis amigos comparten en redes sociales, principalmente en Facebook. Esto no ocurre solo en Perú. Un reporte del Pew Research Center de Estados Unidos afirma que el 61% de los millennials accede a su dosis de noticias políticas a través de Facebook. Según el mismo informe, el 51% de la denominada Generación X se comporta de igual forma.

Durante la campaña municipal del 2014, la administración de Susana Villarán puso en marcha de forma apresurada la reforma del transporte (hoy cancelada de manera insensata por el alcalde Castañeda), lo que generó una serie de malestares entre los usuarios del servicio: algunos debían caminar varias cuadras para tomar el bus que antes los recogía en cualquier esquina, otros debían hacer cola y esperar 45 minutos, muchos veían que su presupuesto diario para movilidad debía multiplicarse varias veces con las nuevas tarifas. Ante las críticas, los artífices de la reforma salieron a pechar a los usuarios. El presidente de Emape llegó a decir que “tenemos que civilizarnos” y “caminar unas cuadras es beneficioso”.

La pregunta de moda en medios estadounidenses es ¿quién tiene la culpa del ascenso de Donald Trump? La prensa americana ha disparado hacia distintos culpables: la “debilidad” de Obama, el progresismo, la cultura de lo políticamente correcto, el torneo WWE de lucha libre (que contribuyó a su consolidación como celebrity y a su estilo bravucón años atrás), el Partido Republicano, entre otros. Pero el principal sospechoso es la prensa misma.

En 1940, un grupo de sociólogos de la universidad de Columbia realizó un ambicioso estudio titulado La elección del pueblo: cómo toman decisiones los votantes en una campaña presidencial. Siete meses antes de las elecciones viajaron a un pequeño pueblo en Ohio, seleccionaron a 600 personas y las entrevistaron mes a mes para entender cómo iban cambiando sus percepciones políticas según se acercaban las presidenciales. Lo que descubrieron fue que, lejos de lo que se pensaba entonces, los electores no actúan como consumidores racionales analizando alternativas y eligiendo la que consideran mejor. En realidad, además de estar influidos por su entorno y sus pares, “para muchos, las preferencias políticas son más bien análogas a los gustos culturales, es decir a sus gustos en música, literatura, actividades recreativas, modos de vestir, hablar y comportarse. En ambos casos están guiadas más por la fe que por la convicción, se trata más bien de una expectativa anhelante que de una cuidadosa predicción de las consecuencias”.

Existe un par de malentendidos sobre la cobertura periodística de estas elecciones que se repiten a diario en las redes sociales. No sé si las afirmaciones nacen guiadas por la ignorancia o la mala fe, pero su refuerzo constante pinta un escenario que poco tiene que ver con la realidad de lo ocurrido.

Una candidata comparecía de blanco con una cruz colgándole del cuello. La cruz llamaba la atención; pese a ser uno de los países más religiosos de la región, dios no ha sido protagonista de la campaña. El significado se desvelará al final del debate: la candidata suscribirá un compromiso con el electorado, atajando los cuestionamientos que se le hacen, todo reforzado por su disfraz de primera comunión.

Si bien en el Perú tenemos una larguísima y fecunda tradición de humor político, la risa se agota, se convierte en mueca de indignación y en airada protesta cuando el objeto de las bromas es uno de los nuestros. Gente como uno, GCU, para utilizar el infeliz sintagma tan caro a nuestras élites un par de décadas atrás. Mucho más si se trata de aquel que reconocemos como líder. Aquello que resulta desopilante, genial, brillante, cúspide de la ironía y la inteligencia cómica se convierte en una agresión irreparable, una pachotada de mal gusto, una innecesaria declaración de guerra, cuando el destinatario encarna –o creemos que encarna– nuestra visión del mundo.

Entre las muchísimas ideas con las que uno se queda peleando tras la lectura de Straw Dogs, el libro del filósofo británico John Gray –uno puede estar de acuerdo con algunas y despreciar otras, pero leer a Gray es siempre un intenso combate intelectual–, hay una que conectó con un buen puñado de lecturas recientes en diarios y revistas: Las mil y un reseñas sobre la película Batman v Superman y el creciente interés –y por ende, número de artículos– de la prensa “seria” por la pornografía.

En el panorama editorial peruano, que suele ir poco más allá del coffee table book, la autoayuda o la ficción, los libros editados por el politólogo Carlos Meléndez son una rara avis que convive con algunas publicaciones del IEP, el reciente libro de Pedro Salinas (con la colaboración de Paola Ugaz) sobre el Sodalitium y poco más.

Las campañas electorales son terrenos fecundos para diseminar rumores. Más aún en un país donde la desconfianza es norma y el “todo el mundo sabe que…” ley.

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