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Opinión

En 2014, la escritora Rebecca Solnit publicó un pequeño y luminoso ensayo titulado Men Explain Things to Me (en castellano Los hombres me explican cosas . Capitán Swing, 2016). En 2008, cuatro años antes, Solnit había escrito un artículo con el mismo título , donde apuntaba por primera vez la idea que sería el origen del hoy extendido término mansplaining .

Tanto el libro como el artículo empiezan con una escena hilarante y terrible a la vez, que encierra la esencia y definición del concepto: Solnit y una amiga se encuentran en una elegante y aburrida fiesta en una mansión de Aspen, un pequeño pueblo de Colorado conocido por sus resorts y centros de ski para la clase media alta y alta americana. En un momento, el anfitrión se dirige a Solnit y le dice: “He escuchado que has escrito un par de libros”. A lo que ella replica: “Varios, en realidad”. A continuación, el dueño de casa le pregunta sobre qué temas versan sus libros. Solnit, que para entonces había publicado ya siete libros sobre los asuntos más diversos, le empieza a hablar del último: un ensayo biográfico sobre el inventor Eadweard Muybridge , que poco tiempo después recibiría, entre otros, el premio al mejor ensayo crítico del National Books Critics Circle.

Ni bien Solnit empezó a hablar, su interlocutor la interrumpió para preguntarle si había leído ya el “importantísimo” libro sobre Muybridge que había sido publicado ese mismo año. Solnit se quedó pensando un segundo, barajando la absurda posibilidad de que otro libro sobre el mismo tema hubiera aparecido al mismo tiempo que el suyo y, de alguna manera, ella no lo supiera. Mientras, el dueño de casa ya se encontraba perorando al respecto “con esa mirada petulante que tan bien conozco, la mirada de un hombre dando un discurso con los ojos clavados en el nuboso y lejano horizonte de su propia autoridad”.

La amiga de Solnit intentó interrumpirlo diciendo: “Ese es su libro”. Pero nada parecía perturbar la perorata; así que volvió a decirle, cuatro veces: “Ese es SU libro”. El tipo, cuando finalmente escuchó, se puso pálido. “El que yo fuera la autora de ese importantísimo libro que él, resulta, no había leído, del que solo había leído la reseña aparecida en el New York Times Review unos meses antes, alteraba de tal manera la pulcra categorización de su mundo, que se había quedado mudo”, escribe Solnit. Cuando la autora y su amiga se alejaron lo suficiente para no ser oídas, estallaron en carcajadas.

Yo, que disfruto discutir como disfruto pocas cosas, ya sea con mujeres, hombres, niños o quien se me ponga por delante, he caído numerosas veces en “mansplaining”, para solo darme cuenta, avergonzado, minutos u horas después y, cuando ha sido posible, disculparme.

No conozco hombre al que no se pueda culpar de haber actuado de manera similar en algún momento. Muchos de ellos no somos machistas, o más bien, luchamos contra nuestro machismo día a día, intentamos –no siempre con éxito– no caer en él, porque tan imbuido, tan entretejido, se encuentra en nuestras sociedades el machismo que incluso hemos acuñado un término casi exculpatorio para ese tipo de comportamientos no violentos, no explícitos.

Micromachismo, decimos, como si no se tratara de machismo a secas, de la más ridícula y ofensiva condescendencia. Como si no alzar la mano o la voz, como si no imponernos con violencia o actuar “sin querer queriendo”, ciegos ante el origen y las consecuencias de nuestra actitud, fuese suficiente excusa.
Que quede claro, no lo es. Como ocurre con la ley, aquí tampoco la ignorancia nos libra de responsabilidad, la ceguera no nos exime del deber.


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