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Opinión

Ganzeer es un artista originario de Giza, Egipto, que alcanzó cierta fama en 2011 cuando algunas de sus imágenes se convirtieron en símbolos de la revolución que nació en la plaza de Tahrir y que concluyó con la renuncia y posterior condena a cadena perpetua de Hosni Mubarak, presidente y dictador egipcio durante 20 años.

En uno de sus trabajos más conocidos un tanque apunta a un niño en una bicicleta. El niño lleva sobre la cabeza una bandeja de metal donde, en lugar de piezas de pan, se encuentra toda la ciudad de El Cairo. En Egipto es habitual ver a jóvenes repartidores de pan recorriendo la ciudad en bicicleta con la bandeja llena de hogazas sobre la cabeza. El pan es tan importante en el día a día que la palabra árabe que se utiliza para referirse a él significa –valga la redundancia– vida: aish. Así que no es difícil imaginar por qué la imagen de Ganzeer tocó tanto a la gente y autoridades egipcias.

En mayo de 2014, un presentador lo acusó en un programa de televisión de ser miembro de los Hermanos Musulmanes, organización que había sido declarada como grupo terrorista por el gobierno meses antes. El presentador hizo público su nombre, mostró su fotografía y exigió al gobierno que tomara medidas. Dos días después, Ganzeer huyó de Egipto con dirección a Estados Unidos.

El pasado 12 de diciembre, Foreign Policy eligió a Ganzeer como uno de los 100 Leading Global Thinkers de 2016. Ese mismo día, The Nib –un site de periodismo, historias de no ficción y comentario político en formato cómic– publicó una historieta suya titulada Miopía selectiva: Cuando nadie desea la verdad. Ahí relata un episodio ocurrido poco después de la caída de Mubarak, cuando el Ejército egipcio se había hecho con el poder. Ganzeer y otros artistas están pintando un mural basado en una fotografía donde se ve a dos militares sujetando a un manifestante. Pero unos transeúntes se les enfrentan y los agreden. Uno de ellos, iracundo, le dice a Ganzeer: “¿Cómo te atreves a insultar así a nuestro Ejército?” A lo que el artista replica: “Está basado en una foto. Esto ocurrió en Alejandría. ¡No estamos inventando nada! ¡Todo lo que estamos haciendo es mostrarles la verdad! ¿Por qué quieres seguir ciego ante la verdad?”. El hombre le responde: “Queremos permanecer ciegos, ¿entiendes? ¡No queremos saber! ¡No tienes ningún derecho a forzarnos a ver nada! ¡No queremos saberlo, maldita sea! Si no te gusta, entonces lárgate. ¡Lárgate del puto país!”.

Unas viñetas después, otro hombre se acerca a Ganzeer y le pregunta: “¿Para quién están haciendo esto?” Y el artista responde: “Para ellos”. En ese momento, su interlocutor le dice: “Bueno, pero ellos no lo quieren” y le muestra que hay un grupo de gente borrando el mural.

La historia prosigue con una serie de viñetas que desvelan un juego metaficcional, gracias al cual descubrimos que el Ganzeer que se encontraba dibujando el mural es un Ganzeer recordado por otro Ganzeer meses después mientras conversa por teléfono con uno de los amigos con que había vivido la agresión de esos transeúntes que le echaban en cara que preferían vivir en la ignorancia. En la conversación, Ganzeer le dice a su amigo: “Para serte sincero… me siento un poco deprimido. No sé bien para qué hacemos todo esto”.

Ahí y en las viñetas siguientes descubrimos otro nuevo giro metaficcional: el Ganzeer que mantenía la conversación por teléfono y recordaba lo ocurrido en las calles de El Cairo, en realidad no es sino un dibujo, protagonista de un cómic sobre el que está trabajando Ganzeer cuatro años después, en la actualidad, instalado en su nueva residencia de Los Ángeles. Lejos de su país, como le había dicho el tipo con que se enfrentó en la calle: “Si no te gusta, entonces lárgate. ¡Lárgate del puto país!”.

Unos días después de leer el cómic de Ganzeer, me topé con un artículo de la periodista española Delia Rodríguez, publicado en eldiario.es. Delia Rodríguez es una de las periodistas hispanoamericanas más brillantes que conozco. Hasta hace unos meses dirigía Verne, el minisite de El País que intenta hacer periodismo inteligente acerca de lo que ocurre en Internet, ir más allá de robar un video de YouTube, hacer listas de memes o producir media docena de “noticias” de Pokémon Go al día. De ahí, Rodríguez ha pasado a ser subdirectora de audiencias de Univision, la cadena latina de noticias en Estados Unidos.

En su artículo, Rodríguez apunta varias ideas pertinentes sobre la crisis que afrontan los medios y los cambios que Internet ha traído a la relación entre periodistas y lectores. Contrario al lloriqueo, la falsa modestia o el deslinde de responsabilidades que suele caracterizar este tipo de ensayos, el de Rodríguez es justo y duro, y da en el clavo en más de una ocasión.

Internet, nos dice al comienzo, “ha sacado lo peor de los medios, convertidos hoy en una industria contaminante que lanza vertidos a la sociedad, solo que en lugar de adulterar el agua potable lo hace con las ideas que respiramos”.

Cuando se refiere a nosotros mismos, los periodistas, no es menos dura. En esa carrera loca por el click, nos estamos dejando la credibilidad. La poca o mucha que podíamos haber alcanzado. Porque “todo tiene un autor, un culpable que ha encargado el tema, unas manos que lo han ejecutado aunque no lo firmen. Si copias, si mientes, si manipulas, si escribes basura siempre hay alguien que se va a dar cuenta, porque estamos en Internet y todos somos expertos en algo”. La gente no es tonta, aunque los periodistas, embebidos en nuestra absurda superioridad moral, tendemos a despreciar a nuestra audiencia, mientras seguimos alimentándola de basura.

Ante ese panorama Rodríguez sentencia: “La realidad es que la relación medio–lector está casi rota”. Y difícilmente podremos culpar a los lectores.

Rodríguez habla de medios españoles, pero será difícil que algún periodista o editor o dueño de medio en cualquier país de habla hispana no vea al suyo identificado en esta descripción: “Los digitales permiten los banners engañosos. La parte final de las noticias está llena de links de pago que dirigen a los visitantes a contenidos vergonzosos que el medio hace como que no ve, pero que jamás aprobaría si fueran un contenido propio. Los lectores instalan programas que bloquean la publicidad, los medios plantean bloquear a los que los bloquean. Las páginas tardan tanto en cargarse, contienen tanta basura, tanta publicidad pesada, tanto código inútil, tantos añadidos, que Facebook y Google han inventado formatos más livianos”.

Son, precisamente, Facebook y Google quienes se han adueñado de la distribución de noticias, “y ninguno de los dos se ha hecho grande dándole lo que deseaban a los medios, sino pensando en sus usuarios”. Y lo que quieren esos usuarios, si uno se guía por los trending topics, las listas de noticias más vistas y la conversación en redes sociales, la gran mayoría de las veces son videos graciosos, señoritas con poca ropa o escándalos de famosos. Los medios han corrido a atender la demanda, soñando con que así atraerán tráfico suficiente para vender banners. El problema es que el mismo público que busca esos contenidos castiga a los medios que antes lo proveían de noticias por ofrecerlos. Es difícil culparlos, el esfuerzo por producir contenido ligero o viral en la mayoría de medios resulta tan atractivo y natural como ese cuarentón que cambia la corbata por una camiseta de Metallica y suelta unas cuantas lisuras para acercarse a los amigos de su hijo.

Como dice Rodríguez, “el nuevo mundo es cruel, un violento caldo de cultivo en el que todas las ideas del mundo compiten entre sí por nuestra atención, dejando a las más débiles y menos adaptadas por el camino”. Las respuestas a qué hacer con los medios de comunicación y cómo recuperar la relación con los lectores, no son respuestas sencillas, ni mucho menos, y nadie parece haber dado con ellas todavía. Yo me siento buena parte del día como Ganzeer, vapuleado por los transeúntes/internautas y preguntándome ¿para qué hacemos todo esto? Quizá, para encontrar una respuesta, podríamos empezar por cambiar esa última pregunta y preguntarnos sinceramente ¿para quién?


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