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Opinión

Imagino que a estas alturas y gracias a Netflix buena parte de los lectores están familiarizados ya con Black Mirror, la serie creada por Charlie Brooker que examina nuestra relación con la tecnología.

En diciembre de 2011, días antes de que se estrenara la primera temporada en Reino Unido, Brooker dedicó su columna en el Guardian a explicar el origen de la serie: en uno de los episodios de su programa televisivo anterior, How TV Ruined Your Life, el equipo de Brooker había salido a la calle a preguntar a la gente qué opinaba de un nuevo teléfono que permitía hablar con personas del futuro y el pasado. “Mucha gente pensó que era real: no tanto un testimonio de credulidad, sino un indicador de lo mágica que ha llegado a ser la tecnología en nuestros días. Damos los milagros por sentados en el día a día”, decía Brooker.

Pero, todo, incluso la magia de gadgets, redes sociales y apps que nos maravilla y facilita la vida, tiene o puede tener una cara B, un lado oscuro. “Con frecuencia me pregunto: ¿es todo esto bueno para mí?, ¿para nosotros? Ninguna de estas cosas ha sido impuesta a la humanidad, las hemos abrazado alegremente. ¿Pero a dónde nos está llevando? Si la tecnología es una droga –y parece una–, entonces, ¿cuáles son exactamente sus efectos secundarios?”, escribía el guionista.

La genialidad de Black Mirror radica en que se sitúa en esa área gris entre la fascinación, la inseguridad y la incomodidad que producen los cambios tecnológicos profundos. Y coloca a sus personajes un paso más allá, pero solo uno, de donde nos encontramos los espectadores. Como todo producto brillante de ciencia ficción que explora el futuro cercano –al estilo de la obra de William Gibson o J.G. Ballard– uno siente que hace falta unos pocos meses y –quizá– una decisión equivocada para que nuestro mundo sea igual de disparatado y terrorífico del que vemos reflejado en la pantalla.

En mi capítulo favorito, el tercero y último de la primera temporada, titulado “The Entire History of You”, la mayoría de seres humanos cuenta con un implante coloquialmente conocido como “el grano” que graba todo lo que uno observa, escucha o hace. Sumado al grano hay un pequeño control remoto que todo el mundo lleva en el bolsillo y permite a las personas revisar el metraje de su propia vida proyectado en sus retinas.

Las comparaciones entre la tecnología mostrada en ese capítulo y la forma en que utilizamos nuestros teléfonos y redes sociales hoy son más que evidentes, casi obvias, pero lo eran bastante menos en diciembre de 2011, cuando Facebook llevaba disponible para todo el mundo solo cinco años, Instagram acababa de cumplir un año de existencia y Snapchat todavía no existía. Puede que no contemos con implantes que registren nuestra vida entera, pero ya nos encargamos nosotros de hacerlo y compartirlo a todas horas en redes sociales.

Las ventajas de tener toda nuestra vida archivada y a un click de distancia son enormes, pero no son menos los problemas para la convivencia y seguridad que puede acarrear el examen constante –por nuestra parte, otras personas y autoridades– de todo aquello que hacemos y decimos en público o privado. Buena parte de lo que ocurre en este y otros episodios de Black Mirror funciona como advertencia de los peligros que puede acarrear la progresiva disolución de la frontera entre la esfera pública y la privada. No cuento más para no arruinarle el final a quienes no hayan visto este capítulo, pero no hace falta ser muy listo para imaginar que no se trata precisamente de un final feliz.


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