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Opinión

Una semana antes de las elecciones del 8 de noviembre en Estados Unidos, buena parte de la prensa norteamericana se preguntaba –con razón, si recordamos algunas declaraciones previas del entonces candidato republicano– si Donald Trump aceptaría la victoria de Hillary Clinton o llamaría a sus seguidores a desconocer el mandato de la primera presidenta mujer de los Estados Unidos. El 9 de noviembre, cuando aún con votos por contar quedaba claro que la victoria había sido para Trump, no fueron sus simpatizantes los que se lanzaron a las calles para denunciar un triunfo ilegítimo, sino un buen puñado de pasmados e indignados votantes de Clinton y/o del Partido Demócrata que clamaban contra el presidente electo y alzaban el puño contra el sistema “corrupto” o “fallido” que lo había elegido.

Desde entonces, no son pocas las voces que se han elevado entre la prensa, clase política y público para dictaminar que la democracia ha fallado. No es la primera vez que esto ocurre en 2016, un año que será recordado por la cantidad de ídolos musicales que nos abandonaron –David Bowie, Prince, Leonard Cohen, entre otros– o bien por el número de resultados electorales que nos dejaron boquiabiertos a nivel global.

La democracia ha fallado. La democracia ya no funciona. Debemos revisar nuestra democracia. La democracia ya no es lo que era. Hemos escuchado o leído comentarios de ese tenor durante todo el año. Primero en abril con nuestras propias elecciones, donde si bien el fujimorismo se quedó a un paso de acceder a Palacio de Gobierno, logró hacerse con una aplastante mayoría en el Congreso; luego en junio con el referéndum en el Reino Unido sobre la salida o no de la Unión Europea (Brexit para los amigos); a principios de octubre con el referéndum colombiano, donde la mayoría de la población expresó su rechazo al acuerdo de paz alcanzado entre el gobierno y las FARC; a finales del mismo mes, ante la investidura de Mariano Rajoy como presidente español, tras casi un año de gobierno en funciones debido a las complicadas negociaciones en la Cámara de Diputados; y por último con el triunfo en Estados Unidos del ahora presidente electo Donald Trump.

La democracia, parecen decirnos, solo es buena cuando gana quien representa –o creemos que representa– nuestros valores. O, incluso, la democracia solo es democracia cuando gana quien hemos decidido de antemano que gane. Si ganan los otros, entonces, dictaminamos que el sistema no ha llevado a cabo su cometido.
Por supuesto, todos somos libres de expresar nuestro descontento como mejor nos parezca ante la victoria de un rival político o de un político cuya visión del mundo es contraria a la nuestra. Incluso puede uno advertir sobre los peligros para la propia democracia que esa elección conlleva. El problema empieza cuando esa sola derrota nos sirve para patear el tablero y decretar la ilegitimidad del sistema o el proceso.

Haría falta un libro entero para listar los mil y un problemas que arrastra esta visión, pero señalaré quizás el más obvio: un profundo y despectivo paternalismo hacia los votantes, sumado a una idea elitista y tramposa del juego democrático como apuesta amañada.
La democracia, lo siento, no sirve solo para elegir a aquellos con quienes estamos de acuerdo.


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