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Opinión

En 1940, un grupo de sociólogos de la universidad de Columbia realizó un ambicioso estudio titulado La elección del pueblo: cómo toman decisiones los votantes en una campaña presidencial. Siete meses antes de las elecciones viajaron a un pequeño pueblo en Ohio, seleccionaron a 600 personas y las entrevistaron mes a mes para entender cómo iban cambiando sus percepciones políticas según se acercaban las presidenciales. Lo que descubrieron fue que, lejos de lo que se pensaba entonces, los electores no actúan como consumidores racionales analizando alternativas y eligiendo la que consideran mejor. En realidad, además de estar influidos por su entorno y sus pares, “para muchos, las preferencias políticas son más bien análogas a los gustos culturales, es decir a sus gustos en música, literatura, actividades recreativas, modos de vestir, hablar y comportarse. En ambos casos están guiadas más por la fe que por la convicción, se trata más bien de una expectativa anhelante que de una cuidadosa predicción de las consecuencias”.

En el año 2004, los responsables de la campaña de George W. Bush desarrollaron una estrategia para movilizar a votantes indecisos, moderados o que no estaban convencidos de ir a votar. La estrategia se conocería después como microtargeting y consistía, primero, en identificar –a través de un complicado sistema de algoritmos, fichas de información y encuestas– los intereses particulares de distintos grupos de electores. Estos intereses se catalogaron como “puntos de indignación” y “puntos de placer”, asuntos que levantaban la ira de los votantes o, por el contrario, los complacían. A partir de ahí, esos grupos de electores caracterizados por uno u otro “punto de indignación” o “punto de placer” fueron bombardeados con folletos de las propuestas de Bush sobre ese punto específico a través del correo. El microtargeting era tan específico que un día el coordinador de la campaña por correo recibió una llamada de la agencia responsable de los folletos preguntando si en verdad iban a imprimir solo 300 copias de uno. Creo que no hace falta decir cuán efectiva fue la estrategia. En 2004, Bush derrotó a Kerry contradiciendo a casi todas las encuestas previas.

Lo interesante de estos experimentos y sus conclusiones –relatados en el libro The Victory Lab, de Sasha Issenberg– es que nos permiten entender que, contrario a lo que venimos escuchando en distintos análisis de los resultados de la primera vuelta, la mayoría de votantes no eligen a uno u otro candidato por opción ideológica, no apoyan a un candidato porque defiende una agenda de derecha o izquierda. Sino, más bien, suelen votar orientados por sus apegos emocionales y grupales; y, además, eligen al candidato que consideran que se toma en serio una causa que les importa o les afecta de manera particular, sea esta los bajos sueldos de los maestros o los derechos de las minorías sexuales. A estas alturas, el mito del votante racional e ideologizado solo sirve para caricaturizar y oscurecer el debate.


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