18.MAY Sábado, 2024
Lima
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Opinión

Durante la campaña municipal del 2014, la administración de Susana Villarán puso en marcha de forma apresurada la reforma del transporte (hoy cancelada de manera insensata por el alcalde Castañeda), lo que generó una serie de malestares entre los usuarios del servicio: algunos debían caminar varias cuadras para tomar el bus que antes los recogía en cualquier esquina, otros debían hacer cola y esperar 45 minutos, muchos veían que su presupuesto diario para movilidad debía multiplicarse varias veces con las nuevas tarifas. Ante las críticas, los artífices de la reforma salieron a pechar a los usuarios. El presidente de Emape llegó a decir que “tenemos que civilizarnos” y “caminar unas cuadras es beneficioso”.

Los defensores de la alcaldesa Villarán hicieron suyos esos argumentos y durante semanas podía verse en redes cómo muchas personas que tenían la suerte de no depender del transporte público para moverse por la ciudad despotricaban de esos incivilizados que se negaban a caminar o a esperar por un bus, sin comprender que no es lo mismo caminar 10 cuadras en Miraflores que en Pachacútec, o que hay personas cuyo presupuesto se ve afectado de forma significativa si deben pagar S/2.50 en lugar de S/1.50 de pasaje.

De manera similar, tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales, defensores del “modelo” fustigaron a los votantes de Verónika Mendoza con esa agresividad verbal tan propia de ciertas élites que los hace soltar a la ligera un “rojo” o “terruco”. ¿Por qué? Por supuestamente estar en contra de la minería, del progreso y el crecimiento económico. ¿Estaban todos los votantes de Mendoza dispuestos a convertir el Perú en una Venezuela andina? No. De la misma forma que todos los votantes fujimoristas no abogan por la vuelta del Grupo Colina ni desean que Alberto Fujimori salga en hombros de prisión el 29 de julio. ¿Ha pisado alguna vez Puno o Huancavelica la mayoría de quienes sueltan con asco un “rojo” a la primera de cambio? No, pero desde la comodidad de los malls con aire acondicionado de Lima es muy fácil ignorar al resto de los peruanos y hacer caso omiso a sus preocupaciones.

Recordaba estos episodios mientras leía un adelanto del libro del economista Robert H. Frank, Éxito y fortuna: La buena suerte y el mito de la meritocracia, donde explica que las personas con ingresos mayores tienden a pensar que su éxito se debe en exclusiva a su esfuerzo y se niegan a insertar el factor suerte en la ecuación. Lo cual —continúa Frank— es un problema, porque “vernos como personas hechas a sí mismas —en lugar de personas talentosas, trabajadoras y afortunadas— nos lleva a ser menos generosos y solidarios. Puede incluso hacernos más renuentes a apoyar las condiciones (como infraestructuras y educación públicas de calidad) que hicieron posible nuestro propio éxito”.

Cuando se habla de justicia social en el Perú, un país sin instituciones ni servicios públicos de calidad, donde el mito del self-made man (versión informal) ha calado hondo, a unos se les erizan los pelos pensando en expropiaciones y la Cuba de los Castro, mientras que otros parecen soñar con un Estado omnipotente que regula –ejem– hasta los sueños de sus ciudadanos. No entienden que en un país como el nuestro la justicia social pasa por buscar que esa suerte que sirve de plataforma para que algunos alcancen el éxito a base de esfuerzo se extienda a la mayor cantidad posible de peruanos. Nada menos, nada más.


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