En junio de este año, en Perú21 decidimos sumarnos a las reivindicaciones por el Día Internacional del Orgullo LGTBI, una fecha que en el Perú y en muchos otros países sirve como un terrible recordatorio de que no todos los ciudadanos contamos con los mismos derechos ante la ley, de que a algunos de ellos se les priva de los suyos sin más razón que su orientación sexual. Para ello, además de varias notas y artículos, intervinimos el logo del diario en nuestras redes sociales:
No era la primera vez que lo hacíamos. En los últimos dos años, hemos alterado nuestro logo en múltiples ocasiones; la última, el sábado pasado, con motivo de la celebración internacional del Batman Day. Antes hemos usado el logo de Perú21, por poner unos pocos ejemplos, para sumarnos a la lucha contra el cáncer de mama, llorar la muerte del músico Prince, celebrar un triunfo deportivo, etc. Y nunca hemos recibido ninguna queja que vaya más allá de lo anecdótico. Más bien al contrario. Pero ese 28 de junio, a una parte no desdeñable de nuestros lectores no les gustó la idea.
La discusión sobre derechos LGTBI en nuestro país suele encender los ánimos y extremar posiciones. Existe un creciente número de personas a favor de que las parejas del mismo sexo –por poner un tema– puedan contraer matrimonio o formar algún tipo de institución análoga como la unión civil, pero hay todavía un grueso de gente que se opone a que la legislación regule una realidad que, a su modo de ver, contraviene un supuesto orden natural.
Algunos de estos últimos, al ver el logo intervenido en nuestra página de Facebook, echaron en cara al diario prestar “tanta” atención a un tema así de “irrelevante”. Y comenzaron a preguntar en el hilo de comentarios: ¿En lugar de ello, por qué no hablan de los niños que mueren de frío en Puno? ¿Por qué no centran su atención en el enorme problema de inseguridad del país? Claro, esto sí les importa, pero ¿qué pasa con la educación? Y así, un comentario tras otro. Como ya he escrito alguna vez, una de las consecuencias de la velocidad en el intercambio de información en la era digital, y de que ese intercambio ocurra en múltiples plataformas o canales a la vez, es la pérdida del contexto. Uno, ya sea como persona, medio de comunicación, empresa, es –a ojo de los otros usuarios o lectores o clientes– única y exclusivamente aquello que el último post, tuit, artículo, dice que es. Eso y nada más. Lo demás, lo anterior, aunque haya ocurrido minutos atrás o en paralelo, no existe.
Hace dos semanas, Pierre Castro, profesor universitario y columnista de nuestra edición dominical, publicó en su página personal de Facebook algunos ejemplos del ejercicio de clase que había pedido a sus alumnos tras la lectura de La ciudad y las perros, la famosa primera novela de Mario Vargas Llosa. Los alumnos de Castro habían diseñado memes inspirados en los personajes y tramas del libro, algunos de los cuales destacaban por su inteligencia y sentido del humor a la hora de traducir momentos claves de la historia a estos pequeños artefactos narrativos confeccionados con una imagen y una o dos oraciones; un meme –recordemos– según Richard Dawkins, quien acuñó el término, es la unidad más pequeña transmisible de información cultural.
El post de Facebook de Castro comenzó a circular de muro en muro, al punto de que distintas webs de noticias –Útero, Correo, La República– prepararon artículos reproduciendo las imágenes. Incluso el site Verne, la página que El País de España dedica a noticias y tendencias online, se comunicó con Castro y publicó un artículo sobre lo ocurrido. Durante un par de días, miles de usuarios compartieron o comentaron la noticia del “profesor de los memes”, casi todos en tono celebratorio, muchos diciendo que ojalá hubieran tenido un profesor de Literatura así en el colegio o la universidad.
Otros, unos pocos, vieron en el ejercicio una perjudicial herramienta educativa o un intento de trivializar la Literatura (así, en mayúsculas) y no tardaron en alzar el dedo para, desde sus muros de Facebook o un hilo de comentarios ajeno, acusar al profesor Castro de estar ultrajando un clásico moderno, convertir el análisis y reflexión literaria en un embrutecedor juego para niños e, incluso, advertir sobre el inevitable fin de la Literatura. Todo esto, claro, sin realizar la más mínima pregunta a Castro, sin informarse sobre la naturaleza, finalidad y peso académico del ejercicio, y con toda la autoridad de que hacen gala quienes han hecho de pontificar y censurar todo lo que hacen otros un modo de vida.
Acusaban, feroces, sin prestar atención alguna a o intentar conocer el contexto. Intentando desviar la atención a como de lugar de aquello que les ofendía profundamente: una manera distinta de ver o entender una expresión humana por la que tienen aprecio o estima, pero que solo debe ser realizada, celebrada o enseñada como ellos creen o como ellos han decidido. Sin más. Exactamente igual que los trolls del muro de Facebook de Perú21 y la sexualidad.
¿Cómo manejamos entonces las críticas y hasta insultos por la adhesión del diario a las reivindicaciones del Día del Orgullo? El equipo de redes sociales optó por responder, uno a uno, de la manera más educada posible y con un muy respetuoso sentido del humor, a aquellos que decían que debíamos estar ocupándonos de otros temas, ofreciéndoles los links a los múltiples artículos que habíamos publicado recientemente sobre esos mismos temas.
En un artículo reciente, la columnista del Washington Post y ex defensora del lector del New York Times, Margaret Sullivan, reflexionaba sobre los pros y contras de los comentarios de los lectores en las webs y redes sociales de medios. Sullivan decía que los hilos de comentarios son “con demasiada frecuencia, el lugar donde se congregan los trolls, prestos para diseminar sus opiniones maledicentes. Con demasiada frecuencia sus comentarios son racistas, misóginos, abusivos e incluso difamadores”. Cualquiera que pase algo de tiempo en Internet sabe de qué habla Sullivan. Los trolls, desde el anonimato y/o distancia que ofrece un teclado conectado a Internet, enturbian cualquier discusión para impedir, como sea, que esta lleve a alguna parte.
Para el troll la discusión no es una herramienta de conocimiento, no se trata de enfrentar posturas o avanzar en la comprensión del asunto en cuestión; ni mucho menos acercar visiones distintas en aras de algún tipo de entendimiento. Para el troll, la discusión –o su altisonante intervención en esta– es un mero artefacto promocional, una manera de llamar la atención sobre sí mismo y su superioridad moral. Nada más. No es la discusión lo que le interesa sino el ejercicio masturbatorio de gritar a los cuatro vientos, desde su tuit, su post, su comentario en un muro ajeno o su columnita de opinión, que él y solo él tiene razón. Mírenme, cuánta razón tengo, va gritando como el famoso meme de Bart Simpson y su cacerolada. Préstenme atención a mí, a mí y solo a mí.
Los medios debemos encontrar maneras cada vez más creativas de lidiar con ellos, y hacer partícipes a los lectores de ese esfuerzo, porque a pesar de lo agotador y frustrante que es ver una discusión descarrilada por culpa de uno o varios trolls, el debate que se genera alrededor del contenido que producimos es importante y provechoso. En palabras de Sullivan: “En un momento en que muchas organizaciones de prensa están luchando para sobrevivir, mejorar la forma en que sus lectores comentan es un esfuerzo que vale la pena. Esos comentarios pueden ayudar a construir comunidad, incluso dentro de los propios sites [Sullivan cree que es un error que toda la conversación entre lectores y medios se traslade a redes sociales], para por fin dejar atrás la idea de los lectores como una audiencia pasiva que debe tragar lo que le servimos sin más”.
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