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Opinión

La semana pasada, el columnista del New York Times Nicholas Kristof abría un fascinante debate en su artículo dominical . Kristof, que se considera un progresista y planteaba su columna como una especie de mea culpa, argüía de manera convincente que el mundo universitario estadounidense discrimina a los conservadores.

“Nosotros, los progresistas, creemos en la diversidad, y queremos mujeres, negros, latinos, gays y musulmanes sentados en nuestra mesa; siempre y cuando no sean conservadores”, empezaba, para a continuación abundar en ejemplos y afirmar que los profesores conservadores son casi una minoría en peligro de extinción.

La argumentación de Kristof tenía una pequeña trampa, que si bien no invalida el debate, ayuda a ponerlo en perspectiva. Ser mujer, negro, latino o gay es un rasgo identitario sobre el que no tenemos mayor control. Incluso sobre la fe religiosa poseemos poco albedrío: la mayoría de las personas religiosas profesa la misma religión que sus padres. Si bien para algunos —sobre todo entre los católicos y judíos— la religión es más una herencia cultural que un conjunto de dogmas, ese bagaje heredado tampoco es una decisión personal. El conservadurismo, por el contrario, es un corpus ideológico, un conjunto de ideas, maneras de ver el mundo y entender la realidad a las que se llega a partir de la educación y la propia reflexión. Uno puede heredar el color de los ojos, la textura del pelo e incluso la fe de sus padres, pero un adulto difícilmente podrá salir bien parado en una discusión si arguye que está en contra del alza de impuestos porque su madre también lo estaba.

El reto mayor en el debate planteado por Kristof es definir a qué nos referimos cuando hablamos de conservadurismo. Cuando alguien se define como conservador, ¿qué ideas o visiones del mundo está haciendo suyas? Estamos ante una etiqueta demasiado grande que puede incluir a personas que se oponen al matrimonio de personas del mismo sexo y a quienes piensan que la homosexualidad es una enfermedad que debe ser curada; personas que opinan que el calentamiento global no ha sido creado por el hombre y personas que niegan la teoría de la evolución. ¿A cuáles se refiere Kristof? ¿Tienen lugar en la academia creencias homofóbicas o dogmas anticientíficos escudados bajo el paraguas de la diversidad ideológica? ¿Son valiosas todas las ideas, merecen igual respeto y espacio, por el solo hecho de ser “diferentes”?

Por supuesto, existen progresistas, tanto en la academia como fuera de ella, que ningunean o rechazan cualquier idea proveniente de alguien con quien mantienen diferencias —las que sean— ideológicas. Ese esnobismo ideológico, tiene razón Kristof, es perjudicial y empobrece el debate. Pero es absurdo pensar que un conservador o un progresista enriquecen la discusión con su sola presencia. Así como es peligroso plantear el debate como una suerte de suma cero, donde la idea X y la idea Y aportan lo mismo por el mero hecho de existir. Las ideas u opiniones –a diferencia de lo que ocurre con las personas– no se respetan; están hechas, sobre todo, para discutirse, compartirse o desecharse.


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