22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

“Buena parte de la prensa americana ha culpado del éxito de Trump a la falta de información o, directamente, a la idiotez de sus seguidores”.

En el último número de la revista New Yorker se publica una extensa crónica titulada ‘¿Quiénes son todos estos seguidores de Trump?’, en la que el escritor George Saunders asiste a una serie de mítines del candidato del Partido Republicano con la intención de entender cómo son y qué defienden los adeptos de Donald Trump. A lo largo del texto, Saunders, quien se considera a sí mismo un progresista, se muestra profundamente preocupado por la división existente entre “las dos Américas”. En un momento del texto explica: “Debilitados intelectual y emocionalmente por la incesante degradación del discurso público, somos ahora dos países separados por la ideología, Izquierdalandia y Derechalandia, hablamos idiomas distintos y las líneas de comunicación han caído. Nuestros dos países no solo razonan de manera distinta, sino que recurren a sistemas de conocimientos sin puntos en común y poseen sistemas mitológicos completamente diferentes”. Es de esa distancia, argumenta Saunders, de donde proviene la incomprensión de unos y la rabia de otros.

En un episodio del podcast The New Yorker Radio Hour, Saunders conversa con una de las editoras de la revista sobre su crónica. Mientras analiza el discurso de Trump, Saunders habla del intencionado equívoco retórico que subyace en muchas de sus generalizaciones. Cuando Trump habla, por ejemplo, de los peligros de la inmigración ilegal y su incidencia en la delincuencia, la verdad de los hechos no lo detiene. Su simplificación resuena en los oídos de su auditorio porque confirma sus prejuicios sin importar que la realidad sea mucho más compleja y contradiga lo dicho por el candidato.

Pero, como descubre Saunders durante su viaje, lo mismo puede decirse de las ideas que los progresistas norteamericanos tienen acerca de los votantes de Trump. Buena parte de la prensa americana ha culpado del éxito de Trump a la falta de información o, directamente, a la idiotez de sus seguidores. Saunders, luego de pasar horas conversando con algunos de ellos en distintas ciudades, llega a la conclusión de que “la idea progresista de que son tontos o están desinformados no es lo suficientemente compleja para ser cierta”.

Una de las cosas que descubre Saunders –y que parece una obviedad, pero no lo es– es que la convicción de que “el otro” está equivocado o es idiota es igual de profunda a ambos lados. Es esa convicción acerca de las propias certezas y los errores ajenos la que hace que el diálogo sea tan difícil. Es a eso a lo que se refiere Saunders cuando dice que “las líneas de comunicación han caído”. Y repararlas requiere mucho esfuerzo, requiere una sincera curiosidad por el otro y entender que no hay diálogo posible –y, por ende, acercamiento posible– si no asumimos que el otro tiene tanto derecho a tener razón o a estar equivocado como tenemos nosotros mismos.


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