Dos de los cambios fundamentales en la comunicación en redes sociales son la invisibilidad del contexto y nuestra proclividad al linchamiento. Al respecto ha escrito un libro el periodista Jon Ronson, ‘So You’ve Been Publicly Shamed’, donde desmenuza casos de personajes cuya vida cambió –para mal– por un error en redes sociales, un video de Youtube o una foto que se volvió viral. Ronson cree que con las redes sociales “hemos creado un teatro para la representación constante de dramas artificiales de alta intensidad. Todos los días una nueva persona emerge como un héroe grandioso o un villano repugnante”.
El teatro se ha convertido también en un tribunal, que actúa con la celeridad a que internet nos ha acostumbrado. Durante su investigación, una activista online de 21 años le dice a Ronson: “Ciertos crímenes solo pueden ser manejados en consenso público y a través de la humillación. Se trata de una corte diferente. Un jurado diferente”. Y en esa corte, ante ese jurado, no hay tiempo para alegatos, para razones ni atenuantes. No hay tiempo para el contexto. Uno es, y solo es, lo que ese tuit, ese post, esa foto o ese video dice que es. Y por eso será juzgado. Da igual lo que haya hecho antes o después. Da igual que pueda existir una explicación, que podamos haber interpretado mal. Que al abrir la toma y ver la imagen completa –el contexto– la lectura de lo ocurrido pueda ser otra. O que, a fin de cuentas, el asunto no revista mayor importancia. El juicio se celebra de inmediato y la condena se materializa en una avalancha de insultos y amenazas que buscan acallar al condenado, destruir su imagen pública y negarle cualquier derecho a réplica. Si conseguimos llamar la atención de su empleador y el subsecuente despido, este se celebra como un gol de media cancha en el último minuto. Las diferencias en redes sociales, parece, no se resuelven demostrándole al otro –o al auditorio– que está equivocado, sino decretando su muerte civil.
La desproporción entre la falta –si es que existió– y la condena es siempre ridículamente exagerada, pero eso también da igual. Todo esto ocurre, además de a una velocidad de vértigo, con una agresividad que la turba difícilmente exhibiría en un cara a cara. La distancia y/o el anonimato que nos garantizan las redes sociales convierten cualquier indignación en una declaración de guerra; transforman al más tímido interlocutor en un Rambo de escritorio.
Al comienzo de su libro, Ronson entrevista a Justine Sacco, quien en diciembre de 2013 hizo una mala broma en Twitter de la que todavía sigue arrepintiéndose. “Me voy a África. Ojalá no me dé SIDA. Es broma, soy blanca”, tuiteó a sus 170 seguidores antes de subir al avión. Para cuando aterrizó en Cape Town, se había convertido en TT mundial. Durante días recibió millones de insultos y amenazas, se escribieron centenares de artículos y columnas de opinión, y la empresa para la que trabajaba la despidió. El mundo había decidido que era una racista irredenta, cuando no era más que una mala bromista. Sacco le dice a Ronson: “Cogieron mi nombre y mi foto y crearon esa Justine Sacco que no soy yo y etiquetaron a esa persona como una racista. Tengo miedo de que si mañana tuviera un accidente de tráfico, perdiera la memoria y me googleara a mí misma, esa sería mi nueva realidad”. Una realidad creada por una turba de linchadores ciegos ante cualquier asomo de contexto.
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