Mi término favorito de 2016 es “apropiación cultural”. Aunque el binomio no es nuevo –si bien el origen del concepto es incierto, anda rondando en el mundo académico norteamericano desde los 90–, este año se ha hecho mainstream y de unos meses a esta parte me ocurre con él lo que nos ocurre a los treintañeros con las imágenes de bebés: es imposible escapar a él en redes sociales, salta en el muro de Facebook y el timeline de Twitter un día sí y otro también.
A mediados de setiembre, la novelista americana Lionel Shriver, conocida por su novela Tenemos que hablar de Kevin (convertida en una perturbadora película con Tilda Swinton en 2011), inauguró el festival de escritores de Brisbane, Australia, con un polémico discurso. Shriver se quejó, con su humor negro habitual, de los extremos alcanzados por los defensores de cierto tipo de corrección política obsesionados con la identidad cultural hasta el punto de condenar a un grupo de estudiantes universitarios por llevar sombreros mexicanos en una fiesta de tequila en la muy progresista universidad de Bowdoin en Estados Unidos. La broma de los estudiantes fue reprendida por las distintas instituciones de Bowdoin como “un acto de estereotipamiento étnico” y una “falta de empatía elemental” por “crear un ambiente donde los estudiantes de color, sobre todo los latinos, y en especial los mexicanos, se sentían desprotegidos”.
En su discurso, Shriver utiliza la definición de apropiación cultural de la profesora Susan Scafidi: “Tomar la propiedad intelectual, conocimientos tradicionales, expresiones o artefactos culturales pertenecientes a otra cultura sin permiso. Esto puede incluir el uso sin autorización de bailes, vestimenta, música, idioma, folclor, cocina, medicina tradicional, símbolos religiosos, etc.”.
Si uno se detiene a pensar un momento en esta definición, resulta imposible encontrar alguna expresión cultural que no sea culpable de apropiación. Como escribió el editor de la revista Letras Libres, Daniel Gascón: “En realidad, la cultura en sí no existe: de la novela a la tortilla de patata, todo lo que merece la pena es apropiación cultural. Las tradiciones artísticas y filosóficas son impensables sin el robo, y ningún plato típico está hecho solo de ingredientes autóctonos”.
El término apropiación cultural es, en ese sentido, un término opuesto a cultura. Donde la cultura es una conversación –incluso cuando pueda parecer un monólogo–, quienes esgrimen como un arma el concepto de apropiación cultural simplemente buscan terminarla. En aras de la defensa de un mundo diverso, enarbolan una visión tremendamente simplista y simplificadora de la existencia humana: uno es y solo es en cuanto a miembro y representante de una raza, un país, una ideología o una religión. Y no tiene permitido moverse fuera de esos parámetros.
En Letras Libres, Gascón abunda en esta idea: “Aunque tengamos unos orígenes y unas experiencias comunes con algunas personas, eso no es una explicación completa. El hombre que te trata mal (o bien) no son todos los hombres: no somos nuestra tribu en todo lo que hacemos”. Esa certeza, casi una obviedad para cualquiera que decida pensar con algo de profundidad sobre la experiencia humana, parece insoportable para algunos.
Hay algo en ese intercambio que supone la cultura –un intercambio que puede incluso ser desigual– que les incomoda profundamente. Ya sea racismo, culpa, ignorancia o incomprensión. Y en lugar de lidiar con ello, de intentar comprender, optan por tomar el camino fácil de lanzarle un epíteto a la cara al otro y dar media vuelta, satisfechos por haber obrado en nombre de un supuesto bien y poder pasar a otra cosa, igual de ignorantes y biempensantes que antes.
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