22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

¿Recuerdan la última vez que un presidente peruano dio un discurso, una rueda de prensa, un mensaje a la nación, lo que sea, a la hora programada?
¿Recuerdan la última vez que una elección en este país no se vio empañada por un lío burocrático, un inexcusable asunto de forma, con ese cenit del ridículo institucional que fueron hasta el último día las últimas presidenciales?

¿Recuerdan la última vez que el discurso de un político local, el intercambio de ideas en un debate o la exposición de un ministro los sorprendió, los dejó pensando, les puso delante un concepto o solución innovadores, un relato que ofreciera algo de sentido al habitual caos de nuestra política, que les hizo despertar algo parecido al entusiasmo o admiración?
¿No? Yo tampoco.

La semana pasada, el Partido Demócrata norteamericano celebró en Filadelfia la convención donde designó a Hillary Clinton como su candidata a la presidencia para las elecciones de noviembre. Durante cuatro días, personalidades varias: antiguos colaboradores de Clinton, su esposo Bill, Michelle y Barack Obama, y algunas celebridades como Lena Dunham o America Ferrera subieron al escenario para pintar el mejor retrato posible de la candidata, el que contrastara más y mejor con el advenedizo Donald Trump.

Durante la semana, centenares de periodistas y analistas en la prensa americana desmenuzaron todos y cada uno de los gestos y discursos.

Estamos ante una producción equiparable –en gasto, rating y atención al detalle– a un Mundial de fútbol, un Superbowl o un megaconcierto de los Rolling Stones. Y la prensa y los aficionados a la política se entregan de manera similar.

En tuits, artículos de análisis y columnas de opinión se habló hasta el cansancio del carisma e importancia política de Michelle Obama, de las cualidades de narrador de cuentos del ex presidente Clinton, de la evolución en la relación de Barack Obama y la ex secretaria de Estado: de rivales y enemigos acérrimos en 2008 a cómplices y forjadores de un legado demócrata que, de ganar Hillary Clinton en noviembre, moldeará Estados Unidos de cara al resto del siglo XXI.

Pero hubo un detalle del que nadie habló, que solo captó la atención de un periodista. El segundo día de la convención, mientras todo el mundo esperaba que Bill Clinton cerrara la noche, subió al escenario Joe Sweeney, un policía neoyorquino que rescató a varias víctimas de los escombros de las Torres Gemelas el 11 de Setiembre (9/11, como se le conoce en inglés).

Un minuto después, el columnista de Vanity Fair y USA Today, Michael Wolff, tuiteó: “Hablar del 9/11 exactamente a las 9:11”. Miré el reloj de mi Android y, en efecto, el detective Sweeney había empezado a hablar a las 9:11 p.m., hora del este de Estados Unidos.

No sé bien cuánta gente reparó en ello. Pero alguien lo hizo. En política la forma es el fondo; el discurso, la obra. Aquello que no se cuenta, que no se muestra, no existe. Y en ese empeño el detalle más nimio puede ser tan revelador como el discurso más encendido. Un dicho anglosajón reza que “el diablo está en los detalles”. La política también.


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