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Opinión

Hace un par de meses, el profesor y columnista Pierre Castro contaba en uno de sus artículos que había enviado a leer a sus alumnos la novela ‘La paloma’, de Patrick Süskind, famoso por su celebradísimo éxito de ventas ‘El perfume’. En un momento del libro, cuenta Castro en su columna, el protagonista ve a un vagabundo en un parque comiendo sardinas y bebiendo vino despreocupadamente. El personaje de Süskind ve al vagabundo tan contento, que se cuestiona si su vida de portero de un banco con un trabajo de 8 am a 6 pm, almuerzo a toda velocidad, uniforme y facturas por pagar tiene sentido. El portero sigue fantaseando con una vida a la intemperie hasta que recuerda, según relata Castro, que “alguna vez vio a ese mismo vagabundo correr a esconderse entre dos carros para cagar en plena calle”. Y ahí, el portero de banco se dice a sí mismo que “todo lo absurdo de su vida tenía sentido porque lo salvaba de tener que hacer la caca en la calle”.

A propósito del episodio del libro, Castro le pregunta a sus alumnos qué es lo que les “impediría apartarse de la tiranía de la civilización e irse a vivir a la banquita de un parque a comer sardinas”. Hay respuestas variadas, pero hay una, dice Castro, que lo conmueve especialmente. Una de sus alumnas dice que no podría vivir sin su PlayStation. La alumna, según Castro, le dice que gracias a ese aparato puede “vivir miles de historias y ser la protagonista de muchas aventuras sin salir de su cuarto”.

Recordé la columna de Castro la semana pasada cuando escuché un episodio del podcast Note to self, titulado ‘The Secret to Making Video Games Good for You’ , en el que la periodista Manoush Zomorodi entrevistaba a la especialista y creadora de videojuegos Jane McGonigal, quien es además directora de investigación y desarrollo del Instituto del Futuro en California. McGonigal saltó a la fama de Internet en 2010, cuando dio una conferencia TED titulada “Gaming can make a better world”, que ha sido vista online más de cuatro millones de veces.

McGonigal había ido a Note to self a conversar acerca de la reedición de su último libro, ‘SuperBetter: The Power of Living Gamefully’, donde la autora argumenta que, lejos de los agoreros pronósticos de quienes culpan a los videojuegos del supuesto aislamiento, las dificultades para relacionarse, la falta de madurez e incluso –recordemos Columbine- la violencia psicópata a la que llegan ciertos gamers, en realidad jugar al Play puede ser una herramienta de aprendizaje para enfrentarse a los retos de la vida adulta.

Durante la conversación en Note to self, McGonigal cita una frase del fallecido Brian Sutton-Smith, psicólogo y teórico del juego: “lo opuesto a jugar no es trabajar, lo opuesto es la depresión”. A mí, que no he vuelto a dedicarme con pasión a ningún videojuego desde la primera versión de ‘Tomb Raider’ (1996), pero que he tenido que enfrentarme a la depresión unas cuantas veces, la frase de Sutton-Smith y la argumentación de McGonigal me golpearon como un latigazo.

Cuando uno está deprimido, pensé y recordé, no es posible jugar a nada. Porque jugar es una manera, quizá la manera mejor, de estar en el mundo. Y estar deprimido nos lleva a querer desaparecer de él. Jugar, escribió alguna vez Sutton-Smith, “sigue siendo un método superior de reconciliarnos con nuestro universo presente. Y en ese sentido, jugar se asemeja al sexo y la religión, otras dos formas, ya sean temporales o duraderas, de salvación en esta nuestra caja de juegos terrestre”.

No quiero con esto decir que salgan a comprar una consola de videojuegos o vayan directo a descargar algo al Apple o el Google store. Ustedes sabrán. No se me ocurriría tampoco recomendarles que no lo hicieran. Lo que sí puedo decirles es que Sutton-Smith tiene también razón cuando dice: “La vida es una mierda, y está llena de dolor y sufrimiento, y la única cosa por la que vale la pena vivir, la única cosa que hace posible que nos levantemos por la mañana y salgamos a vivir, es jugar”. Lo importante, si me preguntan, es que elijamos bien nuestro juego.


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