La única respuesta satisfactoria que conozco a la pregunta ¿qué es la objetividad?, se la leí al periodista español Arcadi Espada: la objetividad no es sino la posibilidad de dar cuenta de los hechos al margen de las propias creencias. No se trata, decía Espada, de dejar los prejuicios fuera de la redacción, sino de seguir el ejemplo del periodista italiano Indro Montanelli, quien hablaba de tener los prejuicios bien presentes para ponerlos delante del lector y estar dispuesto a que nos los refuten.
Si uno conversa con periodistas de cierta edad, la mayoría le dirá que la objetividad no existe, que es una utopía y que –agárrense– “todo depende del cristal con que se mire”. Esto, por supuesto, es un relativismo ridículo, que va contra la función y obligación principal del periodismo: el relato de hechos ciertos. La confusión estriba en que tanto periodistas como público hemos creído que la objetividad significa ausencia de punto de vista y neutralidad. Una pretensión no solo absurda sino engañosa, que de hecho sirve a muchos para, en aras de esa pretendida objetividad, actuar de forma fraudulenta.
En origen, como explican Bill Kovach y Tom Rosenstiel en su famoso manual The Elements of Journalism, “la objetividad era una apelación a los periodistas para desarrollar un método consistente de recopilación y chequeo de información –una aproximación transparente a la evidencia–, precisamente para que los prejuicios personales y culturales no socavaran la precisión de su trabajo”. La objetividad, entonces, no vendría a ser esa famosa y supuesta “view from nowhere” (“la mirada carente de punto de vista”), en palabras del crítico de medios Jay Rosen, sino más bien un sistematizado esfuerzo de transparencia.
La muerte de Fidel Castro el pasado viernes nos ha ofrecido una oportunidad insuperable de poner a prueba la vigencia y alcances de la objetividad. O, si prefieren, transparencia. Una figura histórica de la relevancia y longevidad de Castro, que ha despertado pasiones en adeptos y adversarios por igual durante más de medio siglo, suponía un examen extraordinario para medios y periodistas de todo el mundo. Por supuesto, la mayoría fallamos de forma bochornosa. Ya sea por filiación ideológica, por corrección política, por credulidad adolescente o directamente por deshonestidad, buena parte de los artículos, perfiles y obituarios suspendieron la prueba de la transparencia.
En aras de una malentendida objetividad, casi todos intentaban camuflar sus prejuicios, esconderlos del lector, para terminar ofreciendo una imagen tuerta del ex presidente cubano. Revolucionario o dictador. La clave está en esa O.
Los jalados son tantos que haría falta un diario entero para listarlos. Así que prefiero terminar con el mejor de la clase. El obituario escrito por Glenn Garvin para The Miami Herald, cuyo magistral segundo párrafo dice así: “Millones celebraron a Castro el día en que entró a La Habana. Millones más huyeron del represivo estado policial del dictador comunista, dejando atrás sus posesiones, sus familias, la isla que adoraban y, con frecuencia, sus propias vidas. Forma parte de la paradoja Castro que muchas personas pertenecieran a los dos grupos”. Y así por casi diez mil palabras. Vale la pena leerlas todas y cada una.
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