Si bien en el Perú tenemos una larguísima y fecunda tradición de humor político, la risa se agota, se convierte en mueca de indignación y en airada protesta cuando el objeto de las bromas es uno de los nuestros. Gente como uno, GCU, para utilizar el infeliz sintagma tan caro a nuestras élites un par de décadas atrás. Mucho más si se trata de aquel que reconocemos como líder. Aquello que resulta desopilante, genial, brillante, cúspide de la ironía y la inteligencia cómica se convierte en una agresión irreparable, una pachotada de mal gusto, una innecesaria declaración de guerra, cuando el destinatario encarna –o creemos que encarna– nuestra visión del mundo.
Las opciones políticas se asemejan mucho más de lo que creemos –o queremos creer– a la fe religiosa. En ambos casos, nuestras creencias están tremendamente influidas –en la mayoría de casos– por las de nuestros padres y, sobre todo, por nuestro entorno, el grupo de pares con que crecemos y nos formamos como seres humanos. De la misma manera, nuestra relación con la fe y nuestras elecciones políticas están atadas a procesos inconscientes, mucho más ligados a nuestro ser sentimental que al racional. A ello se refieren valores inasibles, pero esenciales del marketing político como el carisma o el likeability, resumidos en una pregunta genial que hacen las encuestadoras norteamericanas: ¿Con qué candidato se tomaría una cerveza?
¿Por qué nos irrita e indigna la mofa de nuestras creencias? Explica Andrés Barba, en su ensayo ‘La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder’, que “la risa funciona con respecto a lo sagrado como el desacralizador máximo. (…) No puede adorarse con el corazón lleno de temor y sobrecogimiento aquello que es risible”. La esperanza que ponemos, sobre todo en democracias endebles y tercermundistas, en esos súper hombres (y sus promesas), herederos de las estatuas a caballo que adornan nuestras plazas, se asemeja bastante al viejo adagio de “dios proveerá”. Si mi caudillo, aquel que encarna mis filias y mis fobias, mis ideales y sueños, es reducido a un bufón, la indignación está justificada. Prosigue Barba: “El secreto deseo de todo creyente (ya que no siempre su seguridad) es el de que su dios sea inexpugnable a la risa, pero la reacción violenta ante la risa del otro sobre el dios propio es siempre una reacción de una mundanidad aplastante”.
En política, la mayoría sabemos que nuestras estatuas vivientes tienen los pies de barro. Puede primar el sentimiento, pero la razón se introduce, como un diminuto punzón, para obligarnos a no caer en el sueño de nuestros sueños. “Burlarse de los dioses ha sido siempre en realidad burlarse de las ideas que los hombres tienen de los dioses, una cuestión no solo religiosa, sino también política y cultural, y –sobre todo– personal”, escribe Barba. La violencia de nuestra indignación proviene sobre todo del saber que hemos sido descubiertos, puestas en evidencia la pequeñez y endeblez de nuestras creencias. Desnudos ante unos dioses derruidos.
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