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Opinión

La historia norteamericana del siglo XX cuenta con una serie de asesinatos sin los cuales no sería posible entenderla. Asesinatos que marcaron a la sociedad estadounidense y abrieron debates profundos cuyos efectos pueden rastrearse aún en la cultura y conversación pública. Para hablar solo de mitad de siglo en adelante: el asesinato de JFK; el asesinato de Martin Luther King Jr; el asesinato de Bobby Kennedy; los asesinatos –entre otros el de la actriz Sharon Tate– cometidos por la secta de Charles Manson; el asesinato de Nicole Brown por el que, contra casi toda evidencia, no se condenó a O.J. Simpson. Acerca de ellos se han escrito innumerables libros, novelas y obras de no ficción; se han filmado decenas si no centenares de películas y documentales.

A esos crímenes hay que sumar uno que no solo tuvo efectos palpables –según algunos especialistas fue debido a él que se terminó de implementar y popularizar el número 911 de emergencias a nivel nacional– y sigue siendo reexaminado y produciendo debate, sino que, a diferencia de los arriba mencionados, no involucró a ningún personaje conocido o famoso, pese a lo cual el nombre de la víctima es reconocible casi para cualquier norteamericano.

En la madrugada del 13 de marzo de 1964, una joven de 28 años llamada Kitty Genovese volvía a su casa del trabajo conduciendo un Fiat rojo. Genovese se estacionó en un parking de la estación de tren a escasos 30 metros de la puerta de su edificio. Mientras recorría esa distancia fue asaltada por un sujeto armado con un cuchillo. Genovese corrió, pero el asaltante logró alcanzarla y le asestó dos puñaladas en la espalda. Genovese gritó, y un vecino la escuchó, abrió su ventana y pegó un grito: “¡Deja a esa chica en paz!”. El atacante huyó y Genovese, herida, caminó hasta el vestíbulo de su edificio donde se recostó. Minutos después su atacante regresó, la violó y volvió a apuñalarla. Genovese moriría poco después de que su victimario escapase por segunda vez.


Dos semanas después, el New York Times publicó un extenso artículo sobre el caso en portada, que empezaba así: “Durante media hora, 38 ciudadanos respetables y respetuosos de la ley en Queens vieron como un asesino acechó y apuñaló a una mujer en tres ataques distintos en Kew Gardens. En dos ocasiones el sonido de sus voces y el inesperado brillo de las luces de sus habitaciones lo interrumpieron y espantaron. En cada ocasión, regresó, encontró a su víctima y volvió a apuñalarla. Ni una persona telefoneó a la Policía durante el asalto; un testigo llamó luego de que la mujer hubiera muerto”.
Todo el impacto, influencia y controversia que la historia del asesinato de Kitty Genovese ha generado en los últimos 50 años en Estados Unidos son atribuibles a esas pocas líneas. El problema es que casi todos los hechos que relatan son falsos.

Si usted tiene una suscripción a Netflix y una debilidad por las historias de crímenes reales, le recomiendo que vea un documental llamado The Witness (El testigo). La película sigue a Bill Genovese, el hermano menor de Kitty, quien dedicó varios años a desentrañar la verdadera historia de lo ocurrido con su hermana.

El trabajo de Bill Genovese y James D. Solomon, el director del documental, no es el único ni el primero en revisar el caso y señalar las muchas inconsistencias del que, tras la cobertura del New York Times, se convertiría en el relato oficial. De hecho, el New York Times ha revisado y admitido sus errores en varias ocasiones. Pese a ello, en la cultura popular y el inconsciente colectivo la historia de lo que pasó con Kitty Genovese sigue siendo la que apareció en la portada del diario el 27 de marzo de 1964.

En The Witness, Bill Genovese conversa con todas las personas involucradas que pudo encontrar vivas y descubre cosas como que dos vecinos llamaron a la Policía durante el ataque, pero sus pedidos de auxilio fueron ignorados al principio. O que, cuando finalmente una ambulancia llegó, su hermana Kitty se encontraba en los brazos de una vecina y amiga, quien relata el episodio ante la cámara con lágrimas en los ojos. Kitty Genovese no murió sola en la calle, como dijo originalmente ese artículo del New York Times; de hecho, murió en la ambulancia camino de un hospital, atendida por médicos, gracias a que sus vecinos pidieron ayuda. Estos descubrimientos suponen un shock brutal para Bill, cuya vida entera ha estado condicionada por lo ocurrido con su hermana. En la película lo vemos ir de un lado a otro en silla de ruedas, porque a los 19 años perdió ambas piernas durante la guerra de Vietnam. En un momento particularmente dramático, cuando ya conoce los hechos que contradicen la versión oficial, Bill cuenta a la cámara que la razón por la que se alistó en el Ejército fue porque sentía que no le era posible permitirse la indiferencia que, él creía, le había costado la vida a su hermana. La rebelión ante esa supuesta indiferencia le costó a él las piernas.

La escena más perturbadora del documental tiene lugar cuando Bill Genovese visita a A.M. Rosenthal, antiguo editor del New York Times, responsable de la cobertura del caso y autor de un libro titulado Thirty-Eight Witnesses: The Kitty Genovese Case, que se convirtió en un bestseller y ayudó a cimentar la carrera de Rosenthal como uno de los hombres más influyentes en la historia de la prensa norteamericana.

En palabras del crítico de The New Yorker Nicholas Lemann, Rosenthal es el responsable de que “este crimen, solo uno de los 636 asesinatos que tuvieron lugar en Nueva York ese año, se convirtiera en una obsesión americana”. Cuando Bill Genovese lo visita, le pregunta de dónde sacó la cifra de 38 testigos que vieron morir a su hermana sin hacer nada y si fue un número de alguna forma inventado para crear impacto. Rosenthal, que moriría en 2006, no mucho después de la entrevista, se incomoda y responde con un rotundo “¡No!”. Pero segundos después continúa y dice: “No puedo jurar por Dios que hubo 38 personas, hay quienes dicen que hubo más, otros que fueron menos, pero lo que es verdad es que gente de todo el mundo se vio afectada por el caso”.

La respuesta de Rosenthal me recuerda a una famosa frase de Ryszard Kapuscinski, el reportero polaco que fue elevado a los cielos por lectores y colegas como el mejor periodista del mundo incluso antes de su muerte en 2007. Kapuscinski tituló uno de sus libros Los cínicos no sirven para este oficio, y la frasecita ha sido convertida en mantra por sus acólitos.

Como sabemos por el libro Kapuscinski Non-Fiction, de Artur Domoslawski, periodista, amigo y antiguo discípulo de K, el autor de Ébano y El Shah fue además de un estupendo narrador de historias, un poco escrupuloso reportero que no tenía empacho en tergiversar hechos para adornar sus relatos.
Rosenthal y Kapuscinski son ejemplares perfectos de aquellos que entienden el periodismo como una suerte de misión de ayuda humanitaria, convencidos por su superioridad moral de que el trabajo del periodismo es “cambiar –o, peor aun, salvar– el mundo”.

Tan convencidos –y ensimismados– llegan a estar de su misión que, incluso siendo periodistas brillantes y reporteros experimentados, dejan de lado sin asomo de vergüenza o contrición el principal compromiso de un periodista: relatar hechos ciertos.

Si se piensa bien, los que no sirven para este oficio no son los cínicos sino los que mienten a sabiendas y se justifican a sí mismos con frasecitas de autoayuda. Sin pensar que, lejos de salvar el mundo, el trabajo de un periodista tiene siempre consecuencias más pedestres. Consecuencias mucho más terrenales, y a veces terribles, como las piernas perdidas por Bill Genovese en Vietnam.


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