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Columna Juan Claudio Lechín

El violinista Wuilly Arteaga acudió a protestar en Caracas haciendo sonar su violín. La Guardia se lo rompió. Joven pobre, lloró. No tenía dinero para comprar otro. Alguien le regaló uno de mejor calidad. Su fama libertaria creció y fue recibido en el congreso norteamericano. Esta efectividad comunicacional —no lograda por una oposición pusilánime y sin ideas (cuando no traidora)— fue castigada. Al regresar, lo atacaron en la calle. Del hospital dio un mensaje de paz con el rostro desfigurado. Al salir, lo apresaron y le dieron golpes dirigidos a su órgano musical: el oído. Estaba sordo cuando llegó ensangrentado a la prisión de Ramo Verde. Lo han callado, exhibiendo, sin vergüenza, la violencia más abyecta.

La MUD (Mesa de Unidad Democrática) es un frente político venezolano (2008) iniciado por Acción Democrática (AD) y COPEI (socialcristiano) para enfrentar al chavismo. Luego ingresó el resto de la oposición. La MUD es un saco de gatos promovido por inteligencia cubana para mantener controlada a la oposición y para fingir democracia mientras se instalaba la dictadura. La gran obra de la MUD fue convencer al país de ser la sacrosanta unidad; y un paria el que no la aceptara. La permanente ineficacia política de la MUD fue recubierta con palabrería justificatoria que le permitió seguir monopolizando la oposición. Su candidato más conocido, Henrique Capriles, contuvo la protesta callejera, validó el fraude de Maduro (2013) y profitó del poder como gobernador. Leopoldo López, el único con un planteamiento efectivo, sigue preso. No son casualidades.

El país está bloqueado y, sin embargo, muchos acudieron ayer a votar en las elecciones de la “constituyente cubana”, según la analista Thays Peñalver. Ya Hugo Chávez —bajo la batuta cubana— preparó este fraude electoral con la “carnetización express”, manipulando identificación nacional (los registros físicos se encuentran en La Habana) y dándole hasta un doble valor al voto de las regiones adeptas. También hicieron la Ley de Comunas, base legal de estas elecciones, donde solo participan miembros del partido de gobierno. Por tanto, aunque esta Constituyente parezca sacada de la manga, fue, en realidad, sembrada hace muchos años. Maduro no es el artífice.

El mecanismo principal para sacar gobiernos tiránicos solía ser la violencia, bien callejera, de insurgentes o militar. Tan concentrado estaba el poder que lo judicial y parlamentario carecían de un rol independiente (y protagónico) hasta que, en el período de Reagan y a principios de la década de los años 90, varios presidentes democráticos —sobre todo socialdemócratas— fueron destituidos vía mecanismos legales y desprestigio mediático: Collor de Mello (Brasil, 1992), Carlos Andrés Pérez (Venezuela, 1993), Bucaram (Ecuador, 1997), Cubas (Paraguay, 1999) y un fuerte debilitamiento de Paz Zamora (Bolivia, 1992). Eran mecanismos muy norteamericanos, de mucha independencia de los poderes del Estado —como la destitución de Nixon—, y sin muchos antecedentes en la región.

En poco tiempo, Emmanuel Macron parece estarle devolviendo la brújula a una Francia que, en varios aspectos, se había tercermundizado.

Por la distinguida avenida Elbchaussee, de Hamburgo, con bosques, vista al Elba y 150 palacetes que son patrimonio cultural, van, con serena marcialidad y con pasamontañas, unos trescientos integrantes del Bloque Negro. Es el grupo de choque “G20 – Bienvenidos al infierno”, la organización radical y anticapitalista. Así se definen. Consideran a China y Rusia parte de la globalización. Al trote, se desprenden 20 integrantes hacia una transversal e incendian con molotov varios automóviles estacionados. Cerca de 200 vehículos en esta marcha. La Policía no detectó, previno ni reprimió esta ofensiva militar. No son pardas sus camisas, no cantan el Horst Wessel Lied, ni destruyen vitrinas comerciales, del judío capitalista. No es la Noche de los Cristales Rotos, sino el Día de los Autos Quemados. Es el mismo enemigo: el capitalismo aggiornado en “globalización”. No importa el discurso. La esencia es igual. Sin duda, están llenos de ideales como los de la Sturmabteilung (S.A.).

En las películas de cowboys, los malos se apoderan del pueblo y liberan sus perversiones —matar y asaltar por diversión—. Luego nos enteramos de que este recurso acompaña la existencia de un negocio sucio. En el giro adicional, el verdadero jefe es alguien más malo y más ruin que actúa desde las sombras. El público acepta esta estructura y se deja llevar por la trama. Pero cuando esta misma dramaturgia se da en la realidad (el estalinismo, el castrismo, el chavismo), la gente la niega. Extraña psicología. Bueno, todo este entramado truculento, con delincuentes gobernando y el narcotráfico como negocio, sucede en Venezuela. Lo vengo denunciando desde hace muchos años en ensayos y artículos. Hoy es obvio; como obvio es (y no reconocido aún) que Castro es el jefe “desde las sombras”. Hugo Chávez preparó con calma este horror. Durante 17 años, jóvenes desadaptados fueron preparados, en Cuba, para la guerra asimétrica. Los vaciaron de remordimiento y de compasión. Formados como asesinos, al regresar, los empleó la Guardia Nacional y el ejército. Por esto, la tasa de deserción en la Guardia Nacional es tan baja y su maldad tan alta. El 2014, sofocaron las manifestaciones populares con el método castrista de generar terror con un tiro en la cara. Este 2017, hicieron lo mismo y causaron fríamente un asesinato al día. Para aumentar el temor en las redes, les abren el pecho con un disparo de gas o de pelota (metra), a quemarropa, y los arrollan con tanquetas. La gente siguió en las calles. Subieron a cinco los asesinatos diarios y la gente sigue en las calles. Es que los esbirros equivocaron el diagnóstico del pueblo venezolano de mamadores de gallo, bebedores y reinas de belleza. Les faltó el eje más importante, el del “bravo pueblo”.

El Washington Post acaba de publicar un largo y documentado artículo acerca de la influencia rusa en las últimas elecciones norteamericanas, donde ganó Trump. ¿Puede Rusia, un país con una economía apenas equivalente a Corea del Sur, tener tanta influencia?

La oposición democrática latinoamericana (venezolana incluida) se inspira en la aparente bonhomía y corrección política norteamericanas. Procesada desde nuestra religiosidad, cree que la política es santidad, victimización y trabajo social. Esta pureza también rechaza los instrumentos intrínsecos de la política: la intriga, el espionaje, la organización militante, la propaganda, el catecismo ideológico, la fabricación del enemigo. En síntesis, no se propone destruir el populismo ni tomar el poder. Espera algún milagro: a los gringos, a la OEA o al Ejército; algo que les permita tomar el gobierno sin ensuciarse en el lodo para conseguirlo.

El coronel Alejandro Castro Espín, delfín de su papá Raúl en la monarquía comunista instaurada en Cuba hace 50 años, estuvo en Moscú, en abril. Cada año acude a una reunión global invitado por el general Patrushev, director ruso de inteligencia. También estuvo el general Vladimir Padrino, ministro de Defensa de Venezuela.

Escuché incrédulo a representantes de Voluntad Popular (VP), el sector más lúcido de la oposición venezolana, alegar que la presencia castrista casi ya no tiene importancia. Les recordé que hay 40 altos oficiales cubanos y 7 mil soldados de élite (“Operación Bastión”), jefaturizados por el general de división Leonardo Adollo.

Venezuela inaugura una nueva era en las luchas políticas en América Latina. Antes los grandes cambios políticos eran violentos. Invasiones y revoluciones plagan la historia mundial. Es que las aristocracias eran élites militares y su violencia era, por tanto, un alto valor social (el coraje, el héroe). El liberalismo-capitalista le arrancará a la aristocracia este monopolio militar y hará ejércitos republicanos. El cambio fue inmenso. Las sociedades pasaron de ser milenariamente aristocráticas (militares) a ciudadanas (civiles).

En enero, la Asamblea Nacional (AN) vacó a Maduro por violaciones constitucionales. El dictador cerró la Asamblea y aumentó la represión, tortura de niños y asesinato del pueblo utilizando paramilitares y tropa cubana e iraní con uniforme de Guardia Nacional. Ante este genocidio, la Asamblea Nacional queda facultada para nombrar un gobierno de transición que además recorra el mundo impugnando la legitimidad del régimen y denunciando sus crímenes de lesa humanidad, narcotráfico y sumisión a una potencia extranjera (Cuba).

Un profesor norteamericano señaló con precisión que actualmente no existen mecanismos que permitan combatir a gobiernos delincuenciales, como el de Maduro, sin transgredir las normas internacionales de no injerencia.

La no violencia es la decisión tajante del pueblo, a pesar de infiltrados y provocadores.

A medida que el volumen de las marchas disminuyó, los asesinatos aumentaron. Los manuales represivos cubanos desgastan las protestas con gases, golpes, presos y con una rigurosa comunicación visual para desanimar a los manifestantes, mostrando paramilitares armados e imágenes aterrorizadoras de represión.

Los nuevos liderazgos políticos de Venezuela se están gestando en las calles. El pueblo llegó a tal hartazgo que cualquier chispa…

Una larga nube de gente ocupa los anchos 12 carriles de la autopista Francisco Fajardo. Adelante están los ‘neptunos’ de agua y los carros de asalto españoles, por cuyo negociado el ex presidente Rodríguez Zapatero es servil al régimen de Maduro. Toda Venezuela está en la calle. Instrumentalizado por inteligencia cubana, el régimen quiere que la gente, como venados perseguidos, se agote y se entregue, de pie, inmóviles, para ser degollados. Si no, los francotiradores cubanos volverán a matar manifestantes con un tiro en la cara para generar el terror.

El cierre de la Asamblea Nacional venezolana es parte de un plan. La oposición democrática solía pensar que los dislates de Maduro eran barroquismos que anunciaban su debilidad. Pero fueron acciones efectivas para perpetuarlo en el poder. Habían sido cuidadosamente preparadas por la experimentada sala situacional cubana en Fuerte Tiuna. El objetivo mayor es auto-bloquear Venezuela para volverla, como Cuba, una finca clausurada y manejable y un foco activo de fricción regional contra los Estados Unidos.

No fue fácil sacar a la Unión Soviética (URSS) de América Latina en el siglo XX. Costó una generación de jóvenes (guerrilleros) encantados por altos ideales. Muchos, ni ancianos, hoy se percatan que fueron piezas de un ajedrez global movidas por los rusos (Castro mediante). Al frente, las piezas eran movidas por los norteamericanos. Es que los latinoamericanos somos provincianos cándidos, llenos de ínfulas. No percibimos lo mundial, no avizoramos nuestros grandes intereses. Tomamos bando por noveleros, por ideología (esa forma menor de la fe) o por roer alguna corruptela. Pasamos de ser épicos a nimios, pero nunca somos realistas. Preferimos seguir siendo periféricos, en “estado de ingenuidad”. Con nuestros recursos naturales podríamos ser una potencia civilizatoria. Pero, en fin, ratón no es castor.

La dictadura venezolana es un aparato muy bien estructurado, con un plan claro y mucho dinero. Y ya resulta un empacho que los periodistas y analistas internacionales insistan imbécilmente en mirar su propia nube, dizque “voto popular y discurso justiciero”, sin que la realidad de los sucesos haga mella alguna en ellos. El chavismo ya no necesita voto popular, su discurso es cualquier tontera e incluso se permiten perder una institución tan importante como la Asamblea Nacional sin que afecte su poder. ¿Qué significa eso? ¡Analistas! ¿Eh? Claro que me enoja la complicidad involuntaria de tanto bobo opinólogo y banal que hay por doquier.

En el populismo, las nuevas noticias impactantes hacen que se olviden las anteriores noticias impactantes. Por eso, insistamos en lo importante (incluso fundamental) que es la relación de Trump con Rusia.

Una vez instalado el modelo del socialismo del siglo XXI, es muy difícil erradicarlo. Es porque su modelo apunta a controlar los dos caminos de acceso al poder, que son la ley (Constitución, Parlamento, sistema electoral y judicial) y la fuerza (Ejército, Policía y grupos de choque).

En Washington, Trump anda creando cortinas de humo, con tuits y generando titulares desorientadores, para tapar su verdadera ofensiva de poder. En México, los charros han reaccionado muy a la latinoamericana, haciendo marchas de catarsis para aliviar el orgullo nacional herido, cosa que no interpela al agresor aunque le da a ciertos políticos locales la oportunidad de pescar en río revuelto. Obviamente, el presidente Peña Nieto espera subir su bajísima aprobación pública, pero el gran beneficiado del fenómeno Trump es López Obrador, abanderado del discurso antiimperialista y el único candidato que ya está en carrera para las elecciones de 2018.

Hace un par de días, la Corte Federal de Apelaciones negó la “orden ejecutiva” de Trump que prohibía el ingreso de ciudadanos de siete países musulmanes. A diferencia de un decreto presidencial (latinoamericano), una “orden ejecutiva” tiene rango administrativo, por eso pudo ser impugnada ante las cortes.

Los norteamericanos han avanzado sostenidamente hacia la libertad. La libertad individual —de género, raza y religión— señalada por la Constitución también se expresa en las calles. Obviamente, frente al ideal abstracto, falta mucho.

En 1989, el PT de Lula y el PCC de Castro convocaron a la izquierda latinoamericana a un evento llamado el Foro de San Pablo, una organización transnacional que, desde entonces, ha instrumentalizado la política continental. La alianza Lula-Castro y luego Chávez nunca la ocultaron. Lula era el socialdemócrata “moral” del proyecto castrista en América Latina y Chávez, el radical ideológico. Fue una táctica elemental de pinza militar vendida como “otra democracia” por periodistas y analistas pagados (hoy se conocen largas listas), infames que ayudaron a desangrar a una decena de países del continente.

Si el juego hubiera sido buscar al Wally afroamericano entre la multitud que estuvo en la posesión de Donald Trump, nadie lo habría encontrado. En el estrado había cuatro: los dos Obama, un pastor y un marine. La estética del poder más precisa que la opinión. En su discurso de posesión, Trump siguió en campaña, polarizando, cosa tan familiar para los que hemos vivido bajo el populismo. Usó el conocido mecanismo del enemigo interno y la dualidad nazi de amigo-enemigo. La ovación de la masa llegaba puntual apenas concluía cada estribillo. En la cúspide de su discurso, dijo que su gobierno será un gobierno del pueblo, una frase del manual básico del populismo. Los rusos que lo ayudaron en su campaña, ¿ahora le enviaron un viejo apparatchik de asesor? En las crisis del pasado, Estados Unidos corría hacia el futuro, ahora Trump la lleva hacia un pasado añorado, hacia lo industrial que proclamó Lenin en 1917 como panacea, pontificando al obrero como un Marx decimonónico, proclamando el nacionalismo como Mussolini o Evo Morales. ¿No son reveladoras tantas similitudes? Norteamérica ha construido la vanguardia del capitalismo global precisamente superando esas categorías de antaño produciendo industrias sin chimenea, una economía de alta tecnología y de servicios, y donde la unidad laboral es el empleado de escritorio altamente calificado.

El viejo político priista —reciclado en la izquierda populista (fascista) para fingir renovación— aprovecha el desconsuelo del mexicano promedio y el impopular gasolinazo reciente para lanzar su campaña polarizadora. Aunque una exposición larga es desaconsejada por el marketing, apeló a la propaganda leninista educativa para explayarse —con estadística manipulada— acerca de la maldad de los ricos y la angurria de los viejos políticos del sistema. Es parte del manual del radical mostrar estadísticas manoseadas para crear “convicciones científicas” y, por antagonismo, convertirse en redentor de los afectados.

Al subir Chávez al poder en 1999 con la fórmula fascista de democracia controlada, llamada hoy populismo o socialismo del siglo XXI, Fidel Castro finalmente entró a gobernar directamente un país del continente; luego cayeron Bolivia, Ecuador, Nicaragua e incluso Brasil y Argentina. Sin embargo, la prensa, al no ver cubanos viriles gritoneando órdenes, concluyeron que su influencia era nimia. El castrismo actúa, como los soviéticos, a través de operadores o agentes locales que son, generalmente, ex guerrilleros formados en Cuba, comunistas e hijos de militantes educados en la isla, quienes son instrumentalizados por las salas situacionales cubanas, alegando un ideal autojustificatorio.

Esta columna desea que las esperanzas se hagan realidad este 2017 y las interrogantes tengan respuestas nobles, generosas y que traigan mucha alegría.

Se ha instalado la convicción de que los complots no existen. Para la alta política y la guerra, el complot es el ideal estrella. La corrupción circunstancial es un instrumento menor, aunque periodistas y público los vociferen con asombro. Los políticos (buenos y malos) complotan.

Después de la caída de la Unión Soviética, Occidente demonizó a un raquítico radicalismo islámico. Es un antiguo ardid para construir un enemigo, pero al ser mal administrado produjo un efecto mariposa contrario. Hoy ese fundamentalismo infunde un terror muy superior a su capacidad militar y organizativa porque Occidente –que por más de un milenio regó con su sangre la historia–, de pronto se muestra histéricamente vulnerable ante las pocas bajas que este conflicto le produce. El luto quejumbroso y sonado le da al fundamentalismo una capacidad de paralizar Occidente con acciones militares marginales.

Comparados con las potencias de Occidente, los radicales islámicos son militarmente y económicamente enclenques, pero están imponiendo la agenda global. Su fantasma apalanca un tenaz desplazamiento, en el Occidente, desde el centro ideológico hacia la ultraderecha conservadora: Trump en EE.UU., LePen en Francia y Petry en Alemania. Es un desplazamiento imán porque los radicales islámicos son de ultraderecha y están imantando la política del primer mundo hacia su territorio: la amenaza, la violencia, la exacerbación de la ira.

Finalmente murió Fidel Castro. Su hermano Raúl, en un escenario de fotos añejas, leyó una escueta nota informativa. En Miami, las víctimas de esta dictadura mesiánica que fueron exilados por tener un negocio, por ser ex-crédulos o no ser obsecuentes y que humilló llamándolos “gusanos” festejaron ruidosamente. Como todo malvado que no es frenado a tiempo, Fidel Castro modificó la historia. Cientos de miles de jóvenes muertos y décadas de atraso dejó su alucinación épica. Sus encantados fieles, igual que las locas que quieren casarse con Mason, bendicen con grandilocuencia poética ese reguero de sangre y miseria que dejó su titán. Siguiendo la pedagogía stalinista, sedujo con viajes y halagos a la gente de cultura del continente y así endulzó a su verdadero objetivo: la infiltración de los ejércitos y de la política continentales. Salvo Nicaragua, sus guerrillas fueron derrotadas. Triunfó en Angola. Cuando la Unión Soviética prescindió de sus servicios mercenarios en África, hizo una reingeniería empresarial, con otra madurez política, y fundó el socialismo del siglo XXI, un modelo de democracia fascista con el que conquistó media docena de países del continente para hacer, como en Angola, extorsión y negocios criminales. A pesar de su retórica, a EE.UU. no lo afectó como se desgañita en creer su manada de borregos seguidores.

¿Por qué hay una menor crítica para los caudillos mesiánicos y una mayor crítica para los líderes democráticos? En los últimos cien años, salvo el repudio hacia los fascistas europeos, el público ha librado a los demás de esta tipología: Stalin, Mao, Fidel Castro, etc., o peor, los ha guarecido a pesar de sus crímenes exponenciales. En cambio, los políticos de la democracia reciben una pronta denostación general. Hay razones para vapulear a los demócratas pero no es equivalente a la suavidad e incluso amparo que se le ha dado al caudillo carismático.

En la campaña, sus amenazas de Poseidón enardecido expresaban las esperanzas de sus electores. Ahora triunfador, su serenidad de Dalai Lama expresa el alivio de los amenazados. Interesante. Él hilvana mientras embauca a los dos. ¿Qué hará? Claramente es un político renacentista, hoy recontra validado psicológicamente pues triunfó siendo negado por su partido. Se confirma en el “yo tengo razón, los demás equivocados”, premisa que está en la savia de su blindada personalidad. O sea, es un duro que saca cocodrilos de la galera y vende humo.

Cuando Trump aseguró que hay fraude en la democracia norteamericana apuntó al corazón donde se mata a un sistema democrático. Una democracia es esencialmente credibilidad. Veamos. Al perdurar establemente las democracias, aparece poco a poco un gran desprecio por la política. En lugar de apreciarla (y a sus políticos) por haber logrado el difícil equilibrio —sin violencia ni coacción— de ese complejo territorio de ambiciones y pasiones, que es la política, se la desprecia. No sucede lo mismo con las dictaduras. Quizá porque la rutina democrática revela las pequeñeces humanas de los políticos, que en ellos nos resultan inaceptables. En cambio, las psicopatías de los caudillos atropelladores nos parecen admirables, o al menos justificadas. Tal vez, el verdadero impulso humano es pendular en sus pasiones para finalmente alcanzar, como dice Macbeth, nada.

Tanto se cacareó en América Latina que la paz, la legalidad y el diálogo deben ser el vehículo de la política que finalmente la mayoría del continente las abraza. Atrás quedaron las formas tradicionales de la lucha política violenta, el golpe de Estado, la guerrilla, el brazo militar del partido político. Por la democracia vuelta fe, pocos aceptaron las evidencias de caudillos que —respaldados por los Castro— usaban el discurso democrático para hacerse del poder absoluto.

En esta elección norteamericana —crucial para la historia mundial—, muchos votantes latinos piensan con candor que Trump es de derecha, al estilo Pinochet; aunque Pinochet fue un dictador modernizador y Trump (como Hitler) sea un ultraconservador racista.

Trump no es el candidato de una democracia. Es un típico caudillo mesiánico de los hipernacionalismos (fascismos) y de los comunismos que encarnan el Yo nacional y una fe social. Su consigna “Make America great again” (Hacer América nuevamente grande) es equivalente al “Tercer Reich” de Hitler (hacer Alemania nuevamente imperial) y “La Grande Italia” de Mussolini (hacer nuevamente grande a Italia).

Igual que los ladrones callejeros ampayados, “disculpe, señorita, tengo hambre, robo por dignidad”, Lula irrumpió en llanto por las acusaciones de corrupción en el caso Lava Jato. La estirpe del socialismo del siglo XXI destruye, roba, corrompe y mata, pero cuando los arrinconan se victimizan, lloran, acusan al imperialismo y enarbolan la moral. Lula no cambió el manual. Convocó a una manifestación e hizo noticia dando un discurso de lágrimas atragantadas mientras, sincronizadamente, los acólitos coreaban “¡guerrero!”, un artificio propagandístico para que sus lágrimas parecieran heroicas y no cobardes.

Hace pocos días, una bomba atómica norcoreana produjo un sismo de 5.1 en la escala de Richter. China, su vieja aliada, ha condenado varias veces este desarrollo nuclear. Lo dejaron en claro en el 2015, dice la prensa, al mantener en el palco a la presidenta surcoreana Park Geun-hye (con quien además firmaron un tratado de libre comercio), durante la conmemoración del fin de la Segunda Guerra Mundial. A lo lejos, con los segundones, el norcoreano Kim Jong-un balbuceaba enojos pues veía a su mayor aliado coquetear con su mayor enemigo. Son muchas las declaraciones sobre el distanciamiento entre Pekín y Pyongyang, y sobre la personalidad autónoma (rebelde) del siniestro norcoreano. Se trata de la misma narrativa para consumo mediático que hizo creer que Castro era un joven chúcaro e independiente frente a la Unión Soviética. La diplomacia comunista —un brazo de inteligencia del Estado—, planta falsas evidencias para crear narrativas. En este caso, muestran a un Estado títere como si se autodeterminara.

Por su monumentalidad, la concentración de Caracas del 1 de setiembre de 2016 contra Nicolás Maduro y sus patrones de La Habana quedará para los anales de la historia universal. Una marea infinita de gente acudió a presentar su cuerpo y su voz, civil y pacífica, por las calles de Caracas. No necesitaba el truco de hacer filas de manifestantes para dar sensación de mayor tamaño. Era inacabable. Las fotos aéreas son cuadros de Seurat con infinidad millonésima de puntos. El pueblo, como río amazónico de blancos, colores y brillos, avanza compacto y no marcial, hermanado como colectividad y no disciplinado como militancia. Son gente buena, se ve que son herbívoros; juntarse es protegerse. No tienen otra alternativa. No hay mecanismo político que los defienda y saque a los carnívoros del poder. La policía y los grupos de choque estaban en puntos aislados gruñendo minúsculas manifestaciones adeptas al régimen.

La pensadora venezolana Elizabeth Burgos asegura que Fidel Castro es la enfermedad infantil de los latinoamericanos. Ciertamente, el caudillo mesiánico cubano exalta nuestras psicologías más arcaicas, desde anhelar un padre severo y justo con estética barbada y pendenciera de patrón de estancia del siglo XIX y que dice parábolas de apóstol, pasando por el héroe que encarna la lucha contra el enemigo monstruoso, el caballero cristiano que azota sin piedad a la herejía disidente, hasta el monarca absoluto que es también sacerdote (rex et sacerdos). Todas estas representaciones provienen de una misma figura cultural del pasado: el varón implacable y mesiánico, el mandamás bueno.

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