En poco tiempo, Emmanuel Macron parece estarle devolviendo la brújula a una Francia que, en varios aspectos, se había tercermundizado.
Francia hegemonizó, en la posguerra, el pensamiento republicano y socialista, cosa que le dio fuerza moral e intelectual. Ante la presencia avasalladora de la globalización, estas mismas categorías hicieron un búmeran produciéndoles culpa. Recibieron un volumen de migraciones islámicas que no podían incorporar y hoy varias calles y barrios parisinos, como la Goutte d’Or (Montmartre), Saint-Denis y el distrito Chapelle-Pajol parecen estar controlados por la ley Sharia y acosan a las mujeres vestidas “inapropiadamente”.
El inicial entusiasmo con la Comunidad Económica Europea en pocos años se convirtió en euroesceptisismo. Rotas o decadentes muchas convicciones nacionales, los franceses pendulaban hacia populismos “salvadores” —como el de la derechista Le Pen y del chavista Mélenchon— cuando apareció un espontáneo de 39 años, escindido del Partido Socialista, y ganó las elecciones de mayo de este año. Macron fue alumno aventajado del filósofo Paul Ricoeur, fue banquero de Rothschild y ministro de Hollande. Su gabinete tiene mayoría femenina y parece preocuparle el orgullo francés, de ahí que el protocolo de Estado lo realiza con un halo monárquico, no visto en mucho tiempo. Fuera de la teatralidad del poder —tan importante y tan abandonada—, está decidido a dinamizar la economía francesa y sus empresas liberalizando el mercado de trabajo. El tiempo es propicio. La Confederación General del Trabajo (comunista) que detuvo similares reformas de Chirac en 1995 ya es vetusta. Que Francia edifique una democracia no pusilánime y pujante redundará en un fortalecimiento no solo de Europa sino de las democracias liberales del mundo.
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