El mecanismo principal para sacar gobiernos tiránicos solía ser la violencia, bien callejera, de insurgentes o militar. Tan concentrado estaba el poder que lo judicial y parlamentario carecían de un rol independiente (y protagónico) hasta que, en el período de Reagan y a principios de la década de los años 90, varios presidentes democráticos —sobre todo socialdemócratas— fueron destituidos vía mecanismos legales y desprestigio mediático: Collor de Mello (Brasil, 1992), Carlos Andrés Pérez (Venezuela, 1993), Bucaram (Ecuador, 1997), Cubas (Paraguay, 1999) y un fuerte debilitamiento de Paz Zamora (Bolivia, 1992). Eran mecanismos muy norteamericanos, de mucha independencia de los poderes del Estado —como la destitución de Nixon—, y sin muchos antecedentes en la región.
Luego retornó la violencia con la democracia fascista del socialismo del siglo XXI, que volvió a concentrar los poderes del Estado. Más de una década después, en 2015, el fiscal Alberto Nismam de Argentina inició la ola de retorno a la legalidad. Procesó a la presidenta Cristina Fernández y fue suicidado. Pero el ciclo era irreversible. Jueces, fiscales y Parlamento empezaron a actuar nuevamente con independencia. En Brasil, Dilma Rousseff fue destituida (2016) y Lula da Silva está procesado por corrupción; Cristina Fernández por asesinato y tiene 630 millones de dólares embargados por otros delitos.
En la martirizada Venezuela, la fiscal chavista, Luisa Ortega Díaz, emerge como un bastión institucional contra la dictadura. Procesa a los magistrados ilegales e impugna a la Constituyente bufa de Maduro.
Como un péndulo, empieza a regresar la democracia con esta independencia de los poderes Legislativo y Judicial, extrayendo de a poco a los delincuentes del socialismo del siglo XXI.
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