La pensadora venezolana Elizabeth Burgos asegura que Fidel Castro es la enfermedad infantil de los latinoamericanos. Ciertamente, el caudillo mesiánico cubano exalta nuestras psicologías más arcaicas, desde anhelar un padre severo y justo con estética barbada y pendenciera de patrón de estancia del siglo XIX y que dice parábolas de apóstol, pasando por el héroe que encarna la lucha contra el enemigo monstruoso, el caballero cristiano que azota sin piedad a la herejía disidente, hasta el monarca absoluto que es también sacerdote (rex et sacerdos). Todas estas representaciones provienen de una misma figura cultural del pasado: el varón implacable y mesiánico, el mandamás bueno.
Obviamente, la adoración a esta figura añeja florece en las mentalidades más atrasadas de la sociedad, las que se sienten insultadas por el individualismo y la libertad, por el trabajo, por el progreso y el ahorro, esas que se quedaron agazapadas en la vieja cultura de la turbamulta, la viveza, el ardid, la violencia, el palabreo y la recompensa por los servicios al jefe, al Señor.
Fidel Castro es, quizá, el más importante representante, en nuestro continente, de esta forma moderna del monarca lumpen, un adalid de verbo inspirado que imanta una rendida admiración hacia su fe social, encubriendo así la condición delincuencial de su ejercicio del poder. Fueron monarcas lumpen indistintamente Stalin, Hitler, Mussolini, Mao Tse Tung, Kim Il Sun y su nieto Kim Jon Il, Hugo Chávez, Evo Morales y otros. En este 90 cumpleaños de Fidel Castro, la adhesión de jefes de Estado, políticos, artistas y sectores populares evidencia este nuestro atraso psicológico, el ancla que nos inmoviliza en el pasado. Sin embargo, esto también hace la tarea de la libertad y del bienestar un reto doblemente valioso.
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