No fue fácil sacar a la Unión Soviética (URSS) de América Latina en el siglo XX. Costó una generación de jóvenes (guerrilleros) encantados por altos ideales. Muchos, ni ancianos, hoy se percatan que fueron piezas de un ajedrez global movidas por los rusos (Castro mediante). Al frente, las piezas eran movidas por los norteamericanos. Es que los latinoamericanos somos provincianos cándidos, llenos de ínfulas. No percibimos lo mundial, no avizoramos nuestros grandes intereses. Tomamos bando por noveleros, por ideología (esa forma menor de la fe) o por roer alguna corruptela. Pasamos de ser épicos a nimios, pero nunca somos realistas. Preferimos seguir siendo periféricos, en “estado de ingenuidad”. Con nuestros recursos naturales podríamos ser una potencia civilizatoria. Pero, en fin, ratón no es castor.
Cuando cayó la URSS y los gringos se amistaron con los chinos, quedamos a la deriva: medio liberales, medio socialdemócratas. Sin decisiones propias. Un día, Castro (¡otra vez!) acicateado por los chinos y, otra vez, por los rusos usó las ruinas de su plataforma anterior para remodelar una toma “democrática” del continente: el socialismo del siglo XXI. E hizo pampa rasa. Erradicaron las empresas locales y las occidentales y abrieron los países a chinos y rusos. Ese es el logro del socialismo del siglo XXI. Como los gringos no los detienen, los demócratas latinoamericanos andamos lloriqueando porque el otro bando tiene matón y nosotros no. ¿Quién podrá defendernos?
Ahora, con López Obrador, van por México y por Perú, descomponiendo el sistema político (la vieja treta). ¿Nos quedaremos esperando que Trump venga a socorrernos o ya es tiempo de ponernos los pantalones?
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