Trump no es el candidato de una democracia. Es un típico caudillo mesiánico de los hipernacionalismos (fascismos) y de los comunismos que encarnan el Yo nacional y una fe social. Su consigna “Make America great again” (Hacer América nuevamente grande) es equivalente al “Tercer Reich” de Hitler (hacer Alemania nuevamente imperial) y “La Grande Italia” de Mussolini (hacer nuevamente grande a Italia).
El caudillo mesiánico no tiene ideas propias. Entonces, ¿cómo seduce a las masas? Porque sabe captar el inconsciente colectivo, donde están los traumas e ideas tradicionales arrinconadas por la modernidad. El caudillo las saca a flote y, al pronunciarlas en la altura del podio, dejan de ser vergüenza y se convierten en afirmación, en orgullo. El pueblo se enamora del caudillo porque es su espejo. Le coloca virtudes imaginarias de redentor. La adhesión se vuelve irracional. El Yo tradicional negado por la modernidad retorna glamoroso, gracias al caudillo.
Trump debería perder las elecciones porque, en general, los gringos viven corriendo hacia el futuro, sin nostalgia por el pasado; salvo los rednecks que tienen melancolía por el EE.UU. de antaño, de la supremacía blanca, y apoyan con fanatismo a Trump. Otro gran puntal son los latinos, pues en lo íntimo se fascinan por el plante de mandamás, grosero y antisistémico de Trump, y por sus promesas de redención, tan caras a nuestra cultura. Basta ver la región plagada de caudillos mesiánicos, elegidos y apoyados por pueblo, élite, periodistas e intelectuales.
Dependerá, pues, del estado de La Florida, lleno de latinos, el triunfo o la derrota de Trump. Entonces veremos si allí en EE.UU. el alma se les ha modernizado o si seguimos siendo los mismos atávicos, con el último celular pero merecedores del peor destino político.
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