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Opinión

Hace pocos días, una bomba atómica norcoreana produjo un sismo de 5.1 en la escala de Richter. China, su vieja aliada, ha condenado varias veces este desarrollo nuclear. Lo dejaron en claro en el 2015, dice la prensa, al mantener en el palco a la presidenta surcoreana Park Geun-hye (con quien además firmaron un tratado de libre comercio), durante la conmemoración del fin de la Segunda Guerra Mundial. A lo lejos, con los segundones, el norcoreano Kim Jong-un balbuceaba enojos pues veía a su mayor aliado coquetear con su mayor enemigo. Son muchas las declaraciones sobre el distanciamiento entre Pekín y Pyongyang, y sobre la personalidad autónoma (rebelde) del siniestro norcoreano. Se trata de la misma narrativa para consumo mediático que hizo creer que Castro era un joven chúcaro e independiente frente a la Unión Soviética. La diplomacia comunista —un brazo de inteligencia del Estado—, planta falsas evidencias para crear narrativas. En este caso, muestran a un Estado títere como si se autodeterminara.

Corea del Norte es un brazo de Pekín, como fue Cuba para la URSS. No tiene musculatura económica para ser autónomo o para financiar investigación nuclear. Es de libreto que los comunismos hegemónicos infiltren sus agentes en países enemigos pero, sobre todo, en países amigos; y Corea del Norte es un semillero de agentes chinos que instrumentalizan al retardado de Kim Jong-un. Es el mismo caso de Nicolás Maduro. Sus pocas coherencias son indicaciones cubanas.

La pregunta es, entonces, ¿de qué le sirve a China la coartada de la bomba norcoreana? Quizá ha extendido sus tentáculos —nuevas islas fabricadas— en el Mar del Sur para controlar la región. La China comunista expansiva está moviendo sus fichas y no va a parar.


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