Después de la caída de la Unión Soviética, Occidente demonizó a un raquítico radicalismo islámico. Es un antiguo ardid para construir un enemigo, pero al ser mal administrado produjo un efecto mariposa contrario. Hoy ese fundamentalismo infunde un terror muy superior a su capacidad militar y organizativa porque Occidente –que por más de un milenio regó con su sangre la historia–, de pronto se muestra histéricamente vulnerable ante las pocas bajas que este conflicto le produce. El luto quejumbroso y sonado le da al fundamentalismo una capacidad de paralizar Occidente con acciones militares marginales.
Como en toda relación neurótica, Occidente quiso también mostrarse como benefactor y aceptó acoger masivas migraciones islámicas alegando lástima, esa forma engañosa de superioridad, y sin filtrar a los combatientes islámicos de la gente pobre y necesitada. Han sembrado al enemigo en su interior. Como Occidente se mantiene en un pensamiento político estancado en el siglo XX, no considera que las migraciones son armas políticas con agenda propia, no ha estimado qué cantidad de migrantes puede recibir su sociedad sin quebrantarse estructuralmente y se deja amilanar ideológicamente por el comunismo. Sin embargo, su más importante debilidad es mantener una lógica militar convencional sin aceptar la eficacia de la guerra asimétrica que ya les infligió derrotas en Dien Bien Phu, en la ofensiva del Tet, en la infiltración china y castrista, y en la cancelación de las operaciones de sus transnacionales en el tercer mundo dizque por acción de movimientos sociales “pacíficos”. Occidente está otorgando victorias inmerecidas a sus enemigos simplemente porque su soberbia no quiere salir de su lógica económica del palo y la zanahoria, y la de buenos y malos.
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