10.NOV Domingo, 2024
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Columna Beto Ortiz

Quiero hablarles de los tres primeros hombres de mi vida. Big Jim, Big Josh y Big Jack. Big Jim era castaño. Big Josh era Big Jim pero con barba. Big Jack era negro, muy probablemente el primer juguete sexual explícitamente afroamericano del mercado. Nótese que estamos hablando de 1976. Los tres eran varoniles, musculosos y guapos hasta la pared de enfrente, lo malo era que ninguno de los tres tenía pene. Ni siquiera un bulto que lo insinuara, nada. Les quitabas la ropita y ahí abajo no había nada. Te encontrabas con el sexo de los ángeles. Un codo, un muñón: los genitales de Sarita Colonia, nada. Tampoco tenían culo, ni siquiera las discretas nalgas que le dibujaban a la Peloncita o al Chicho Bello. Ni eso. Nada que fuera a convocar concupiscencia prematura. Lo único bueno era que se movían a tu antojo, que los podías colocar en toditas las poses que quisieras porque eran completamente articulados, cosa moderna para una época en la que estábamos acostumbrados a jugar con soldaditos de plástico verde olivo, hombrecitos fosilizados para siempre en una única posición, trágicamente congelados en la acción de rampar con el fusil a la bandolera o de lanzar una granada por toda la eternidad. (Años después, ya de grande, he vuelto, de vez en cuando, a jugar con soldaditos pero esas no son historias que puedan contarse en las páginas de un diario familiar). Algunas pulgadas más chatos que una Barbie promedio, estos tres atléticos muchachones –Big Jim, Big Josh y Big Jack– tenían el extraño súper poder de que se les hinchaba el bíceps cuando les doblabas el bracito, daban golpes de karate cuando les machucabas la espalda y eran, por supuesto, otra diabólica creación de la afamada casa Mattel destinada a satisfacer la hasta entonces desatendida demanda de los millones de niños del mundo, que en el fondo, hubiéramos preferido que, para navidad, nos trajeran a la bronceadísima Barbie Malibú siempre y cuando viniera con su respectivo Ken, surferazo, rubio y eunuco, de regalo.

Es viernes 4 de agosto del 2017 y el país entero aguarda, con el alma en un hilo, la decisión del juez César Octavio Sahuanay sobre el Caso Ollanta Humala, el único presidente del Perú que acabó de patitas en la cárcel antes de haber cumplido un año fuera de Palacio. ¿Se iría a la calle en compañía de su controversial esposita, para sano beneplácito de la progresía o izquierda caviar que lo arropó y apapachó o continuarían en prisión por 18 meses para sádico deleite de la derecha bruta y achorada que, con tanta saña, lo persigue? Corren las apuestas, los rumores se agigantan pero nadie tiene aún confirmación de nada. Y, mientras el nerviosismo va in crescendo en todas las redacciones, el informativo 90 Mediodía de Latina tiene ya –para envidia de tirios y troyanos– la pepaza, el pepón de los pepones: el notición del año, su noticia de último minuto. Las juveniles y agraciadas colegas Mary y Sigrid no pueden evitar lucir ligeramente eufóricas, quizá sea por la obvia adrenalina que les produce la certeza de ser las primeras en formular tan importante anuncio que, sin duda, devolverá al país la gobernabilidad, la sola fuerza y la esperanza en el mañana. O por la inocultable algarabía que debe estar invadiendo el ya célebre corazoncito coyoyau de la señorita Bazán. Cabe recordar que, hace apenas unos meses, tanto ella como la buena Mary se habían negado rotundamente a compartir la conducción del matutino con la inaceptable, la inelegible Magaly Medina considerando que la sola proximidad física de tamaña disidente de la así llamada televisión basura resultaría lesiva para sus respectivas imágenes, para sus más o menos incipientes pero ciertamente promisorias credibilidades:

Presentar libros ajenos en la Feria del Libro no es escribir. Recibir de regalo 25 novedades editoriales al mismo tiempo no es escribir. Tratar de leer 25 novedades editoriales al mismo tiempo no es escribir. Comprar otras 25 novedades editoriales en la Feria y arrumarlas en tu mesa de noche no es escribir. Recomendar nuevas novelas no es escribir. Responderle que no a tu viejo editor que te llama para preguntarte si estás escribiendo no es escribir. Entrevistar escritores en tu programa no es escribir. Presentar reportajes sobre periodistas que publican su primer libro no es escribir. Salir a almorzar con escritores no es escribir. Salir a chupar con escritores no es escribir. Escribir es escribir.

Yo creía que era él pero no.

UNO En este antiguo aparador de pino se guardan regalos de matrimonio que mis padres nunca usaron. Elegantes juegos de porcelana de cientos de piezas que se quedaron en sus cajas durante décadas, manteles de encaje inmunes al paso del tiempo, cuchillería reservada para una ocasión tan especial que no llegó jamás. Mi graduación, tal vez. Quizá, mi boda. Hoy he decidido sacarlos, desempolvarlos por fin y darles alguna utilidad en este almuerzo dominguero –un poquito desconcertante– que he organizado. Digo desconcertante porque hace bastante tiempo que me jubilé del pesado cargo de alma de la fiesta, renuncié a la dura tarea de ser el tío favorito y agradar. Veinte años atrás, me desvivía en multitudinarios agasajos y toda suerte de parrilladas y cenas danzant. Ya no. He aprendido que, en aras de la paz y la concordia, no hay mejor reunión familiar que la que se evita. Menos bulto, más claridad. Y, sin embargo, aquí me tienen, de nuevo, lavando copas, seleccionando vinos y cortes de carne, doblando servilletas de tela, de oferente del banquete. Este año, no sé por qué, me asaltó la idea de invitar a un pequeño grupo a celebrar. Pequeño sí, porque ya no tengo la paciencia necesaria para satisfacer las demandas de tantos al mismo tiempo, como quien atiende en una ventanilla de servicio al cliente. Me doy perfecta cuenta de que no es casual. Que esta insólita reunión suceda en la semana del Día del Maestro, 6 de julio, día del cumpleaños de mi madre. Ya sé qué me van a decir, que no tiene sentido celebrar un año más de vida de quienes ya hace muchos años que partieron pero, al final, el santo se convierte para uno en fecha histórica y, pasados los años, conforme el duelo va restañando y volviéndose parte de la cotidianeidad, conforme las misas de honras se hacen cada vez más improbables y las visitas al cementerio más esporádicas, lo único que te nace es convocar a unas cuantas personas, destapar un par de buenas botellas que hagan florecer las risas y brindar por las memorias felices de los que no regresarán. A mi mamá le fascinaba inventar fiestas por ninguna razón en particular. Incluso en las épocas más ásperas y de mayor austeridad, se las arreglaba para organizar celebraciones con cualquier pretexto y con cualquier presupuesto. Vengo de una de esas familias bulliciosas en las que todo el mundo se metía a la cocina al mismo tiempo a terminar de preparar la ofrenda frugal que buenamente trajo desde su casa. Y en medio de esas tremendas bataholas, mi madre era siempre la mariscala de campo que dirigía a las tropas con dirección al objetivo final: los bocaditos, los cócteles y las viandas. Es por eso que este domingo de invierno, he vencido a mi proverbial flojera de la vida para echarme a la espalda las labores de producción de un discreto festín para diez personas. Que la providencia me asista en tamaña empresa. Hoy voy a ofrecer un almuerzo en tu nombre, Zoila Irma, ¿qué te parece? Haremos salud con un buen pisquito quebranta y freiremos picarones con miel de higo en el jardín. Es una de las pocas, humildes formas que he encontrado para conjurar la larga noche de tu ausencia.

Buenos días, soy Beto Ortiz y se me chorrea el helado, se me quema el arroz, se me moja la canoa, se me escapa el aire, me miden el aceite, me suda la espalda, me late el asterisco, se me cae la mano, se me quiebra la muñeca, se me cae el jabón, se me caen los pedos, me zumba el arete, me remueven los frejoles. Soy maricón, marica, mariquita, maricueca, mariposa, mariposón, oñoñoy. Soy homosexual, gay, drama-queen, rarito, falladito, enfermito, sau y recontra sau. Soy cabro, cabra, cabrito, brito, británico, british, brócoli, cabrilla, tramboyo, cangrejo, marisco, mariscal. Soy pato, chivo, chivato, chivatón, chavón, rosca, rosquete, rosquetón, desportillado, mujercita, amanerado, torcido, delicado, chueco, afeminado. Soy bebita, muñeca, princesa, reina, reinona, ñoco, bollo, trolo, puto, potorroto. Soy chimbombo, entendido, buses, loca, locaza, joto, pájara, plumífera, plumosa. Soy del ambiente, del otro equipo, del otro bando, del gremio, de la tribu, del club, de la secta. Soy Gatorade. Soy chísiri cósoro. Soy ollita, olla antigua, cacerola, cacerolón. Soy activo participativo, soy pasivo confundido, soy moderno moldeable. Soy culero, entendido, retorcido, invertido, pervertido, depravado, desviado, uranista, sodomita, Soy una abominación. Soy cacanero, cacanéitor, mapero, maperillo, mostacero, Mustafá, muerde-almohadas, sopla-nucas, sopla-pollas, chupa-cuete pero sobre todo, soy mercadería averiada.

Había una vez un chico que era tan flaquito, pero tan flaquito que sus causas le decían “Tubito” o “Sequito”, aunque a él le gustaba más que le dijeran Anuel, como a su cantante de rap favorito pese a que, en realidad, se llamaba Jorge Luis Huamán Villalobos. Había una vez otro chico que se llamaba Jovi Herrera Alania –que no se pronuncia Yovi, sino Jovi–, aunque a él le gustaba más que le dijeran DJ Jovi (que se pronuncia Di Yey Jovi. Di Yey se les dice a los disc-jockeys y, las contadas veces que lo dejaban poner música en un quino, a él le ilusionaba pensar que algún día iba a convertirse en uno de los bravos). Tubito o Sequito tenía, con las justas, 19 años y DJ Jovi, 21, ambos eran de un mismo difícil barrio de Independencia y ambos habían chambeado desde muy chibolos para ayudar a pelear con la tenaz pobreza de sus casas. Sequito ayudaba a sus papás y Jovi, a su abuela que lo había criado desde bebito, desde que la mamá lo abandonó: se lo dejó encargado y se mandó mudar para siempre. Juntos en las buenas y en las malas, Tubito y DJ Jovi habían trabajado en absolutamente todo lo que habían encontrado: limpiando lunas, cargando bultos, vendiendo gorras de Papa Noel entre los carros para Navidad. Habían cachueleado siempre en lo que hubiera, hasta que un día creyeron que se les aparecía la virgen y les pintaba una chambita fija, por fin. Se les presentó una oportunidad que ambos identificaron como “trabajo seguro” cuando, en realidad, los estaban comprando, por unas cuantas sucias monedas, como modernos esclavos.

Mi querida Aziyadé:

El lunes pasado, en Tarapoto, Fernando Ruiz del Águila buscó a la madre de sus hijos, Marysella Pizarro, en la peluquería donde trabajaba, la roció con gasolina, encendió un fósforo y la quemó viva. También le prendió fuego a doña Tirsa Cachique, la dueña del salón, quien, con quemaduras de tercer grado en el noventa por ciento de su cuerpo, moriría tres días después. Loco de celos porque ella había comenzado una nueva relación, llegó, incluso, a quemarse él mismo. Un Juzgado Penal de Tarapoto había enviado a Ruiz del Águila una notificación por desobediencia y resistencia a la autoridad pues le tenían prohibido acercarse a su ex pareja luego de que ella lo denunciara en dos ocasiones por violencia familiar. La notificación llegó al domicilio del asesino, dos días después del crimen, cuando ella ya había sido sepultada. En 25 años de convivencia, Fernando y Marysella habían sido padres de cuatro hijos que hoy tienen 19, 15, 13 y 10 años de edad. El quinto niño estaba en camino. El día del pavoroso holocausto, ella tenía cuatro meses de embarazo. A diferencia de sus hermanos, que quedan con sus vidas hechas trizas sin remedio, él nunca sabrá lo que su padre les hizo.

El curita es bastante joven y lo suficientemente guapo como para que ciertas mujeres –al verlo– se hayan sentido tentadas de exclamar: “¡qué desperdicio!” ¿Quién soy yo para arruinarle la ilusión? No lleva puesta una cruz, pero sí una camisa negra con alzacuellos blanco como para que todos se den cuenta de que es curita, pero, como va leyendo un cancionero, porque está aprendiéndose la letra de unos cánticos de misa –por ti, mi Dios, cantando voy, la alegría de ser tu testigo, Señor– la hostess no lo lee, no lo capta, no se entera de nada y lanza nomás la propuesta que no podremos rechazar:

NOTA ACLARATORIA: Esta columna de Beto Ortiz se publicó el 07 de abril de 2013. Entonces, Jonathan Maicelo cayó frente al ruso Rustam Nugaev en ‘The Chumash Casino Resort’ de Los Ángeles. Pero, el boxeador peruano nunca bajó las manos.

1 “Pregunta que no respondas le hago cortar las orejas a tu hijo Ramiro” —le decía el Capitán Carlos a Norvil Estela. Orejas cortadas, electricidad de batería en los pezones o en los testículos. Métodos de tortura que coinciden exactamente con los narrados por el testigo Werner Melgarejo, quien recordó ante nuestras cámaras el cercenamiento de orejas a varios de los torturados en Madre Mía. Norvil Estela Delgado y Valeria Vásquez Delgado denunciaron ayer a este diario la desaparición de su hijo Hermes Estela Vásquez, del que nunca encontraron ningún resto. Solo pudieron velar unas manchas de sangre que quedaron sobre la tierra. ¿Cuántas víctimas más necesitamos encontrar para que las autoridades se hagan cargo?

Nosotros no lo buscamos. Fue el ex soldado “Cachorro” Becker Silva quien nos encontró. La noche del jueves 27 de abril, yo estaba entrevistando en vivo a Omar Chehade —quien acababa de decir que el famoso Amílcar “Chicho” Gómez Amasifuén era un “balserito” al que Ollanta Humala había adoptado como a un hijo— cuando Becker llamó, furioso, a la producción de Beto A Saber, a exigir que le pasaran conmigo, porque eso que estaba diciendo mi entrevistado era falso, que Chicho era, en realidad, un terruco de Sendero y que él lo sabía mejor que nadie porque —25 años atrás— lo había capturado. Martín Suyón, mi productor, recibió la llamada y le pidió que viniera al canal al otro día. “Si quieren saber la verdad, yo los llevo a Madre Mía” –fue lo último que dijo antes de colgar. A la mañana siguiente encontré a Becker sentado en nuestra oficina —había llegado bastante más temprano que yo y los tenía a todos absortos en su relato. Luego de escucharlo dos horas, estuvo claro para todos que lo único que teníamos que hacer era viajar a Tingo María en el primer vuelo del sábado. “¿A quién mandamos?” –me preguntó Martín. “Mándame a mí. Yo quiero ir” –dijo Pepe García, nuestro productor periodístico. “Yo también” –me escuché decir, sin darles mucho crédito a mis palabras. Martín y Pepe se miraron algo incrédulos: “¿Es en serio?, ¿tú quieres reportear?” –me preguntaron, logrando que me sintiera un geronte. Admito que últimamente no he destacado tanto por mi laboriosidad, pero algo en el pecho —el bicho interior— me decía: levántate y anda, manganzón. Hacía bastantes años que no desempolvaba la mochila para marchar al monte ni me volvía a calzar los botines de reportero. Y cuando digo bastantes quiero decir, por lo menos, una década sin salir nunca de mi zona de confort del set, del aire acondicionado, el agua mineral gasificada y los retoques de make up con brocha de pelo de marta. Ya era hora de salir de esa burbuja. Hacía rato que era hora.

¿Cuántas veces se le puede despedazar? La puedes matar, la puedes despedazar, y luego la puedes matar otra vez en las primeras planas y allí la puedes despedazar de nuevo. Porque ya no queda nada. Ya no nos queda nada. Porque lo que nos queda nos lo están enmierdando. Y no es justo. Es demasiado brutal. Lo que realmente pasó quizá nunca se pueda saber. Eso sí: nunca me va a suceder nada peor que haber sido señalado como el presunto asesino de mi amigo. Después de la muerte de Pepe, hay cosas que se han derrumbado y que nunca volverán a ser las mismas. Basta. Yo no sé si era gay o no. Me ahorré la grosería de preguntárselo. Y nadie me cree que no sé. Cuando le dije a la policía que no sé si era gay, me dijeron: ya pues, hazme el favor, ¿cómo no vas a saber? No lo sé. Era un ser tan reservado que, a pesar de que hemos trabajado juntos por décadas, siempre consideramos que quizás no le interesaba el sexo y cuando hacíamos bromas de doble sentido nos mandaba al desvío. Nunca se le conoció nadie, ni mujer ni hombre, y eso para un hombre de 56 años es bastante decir. ¡Y la policía parecía tan obsesionada con el tema! En las diez horas de interrogatorio a que fui sometido, se insistió con el tema obscenamente. Que si la web-cam. Que si el Manhunt. Que si el Rivotril. Que si la gerontofilia. Lo convirtieron en un policial sórdido para que los tabloides se cebaran en su memoria por capítulos. Tanta vulgaridad constituye un segundo crimen porque era todo lo que Pepe odiaba en esta vida. Vaya guión infame el que te escribieron, compadre. Los hubieras jalado en la escuela de cine por inverosímiles, porque es imposible creerles nada.

– Estoy viéndote llorar. – ¿A mí? ¿Cómo así? – En el video, huevas. En la parte en que tus vándalos te cantan el rap que te escribieron. – Mierda. ¿Se me nota mucho? – Seeee. – No me reprimí nadita. Dejé las lágrimas correr libremente hasta llegar al cuello. – Of course. I can imagine. – Pensé que con lentes oscuros no se notaría. – No se llora solamente con los ojos. (Chat de WhatsApp, 11 de marzo de 2016)

Mientras sus amigos buscábamos desesperadamente ubicar el I-phone de José Yactayo con la esperanza de hallarlo aún con vida, sus asesinos lo usaban para engañarnos enviándonos mensajes de texto, un día después de haberle quitado la vida.

Queríamos emplear esta página para rendirle a nuestro amigo Pepe Yactayo el modesto tributo que la semana pasada no fuimos capaces de escribir, pero la escandalosa confusión reinante en torno a su violenta muerte nos obliga a formular algunas urgentes precisiones.

Reconocido unánimemente como un policía ejemplar, el suboficial José Millones será encarcelado por un año –junto a Fujimori– en el Fundo Barbadillo. Una revancha ruin.

¿De qué hablamos cuando hablamos de corrupción?

Su larga noche ha terminado. Roger Aparicio es libre. Por fin, carajo, por fin.

Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar a un Presidente esposado.

Esta semana hemos contemplado el silencioso derrumbe de algunos tótems de la prensa. Y digo “silencioso” porque el colegaje ha guardado un piadoso y grosero mutis sobre el particular. ¿En qué momento se fue al carajo el periodismo nacional?

Cosas que, a veces, te ocurren cuando estás lejos de casa.

¿Está “preparado” el Perú para el matrimonio igualitario?

Todo es según el color del caviar con que se mire.

Una crónica –desde dentro– de la escalofriante sacada de mugre que vio todo el Perú.

Viví entre los cubanos de Miami y también entre los de Cuba. Y con Reinaldo, siempre, en los extremos.

Enfermedad, infortunio, pérdida y otras características de los perdedores.

Mi abuela Zoila tenía un cráneo humano guardado en su cuarto, recinto inexpugnable y poco ventilado al que casi nadie tenía acceso.

Cuando ya parece que, en este país, todo colapsa alrededor de nosotros, hay seres extraordinarios que no dudan en ofrendar sus propias vidas. Hay vidas resplandecientes que nos recuerdan que es humanamente posible entregarlo todo por los demás. Así fue la breve vida de Alonso Salas Chanduví.

“El valor de la verdad” se termina esta noche de una vez y para siempre. Lo siento mucho. No soy yo, eres tú.

Liberen a Roger Aparicio. Liberen a Roger Aparicio. Vamos a repetirlo hasta que sea cierto. Liberen a Roger Aparicio.

Faverón siempre quiso ser famoso. Parece que, finalmente, lo ha logrado.

Cuidado: usted también podría estarse convirtiendo en un loquito acumulador.

Todo lo que hace falta tener para romperla en grande en la pantalla chica.

“No tengo ninguna opinión. Estoy de acuerdo con todo el mundo”. Kurt Cobain.

La corrupción: La corrupción más repugnante es aquella que se ceba en la desesperación de personas en desgracia, de personas para las que entregarle el dinero que no tienen a una autoridad es la única esperanza. Y esto es lo que ocurre, todos los días, todo el día, en las cárceles del Perú. No estoy haciendo aquí ningún hallazgo sorprendente. Así ha sido en este gobierno como en el gobierno pasado y también en el antepasado. Y si tal podredumbre ha logrado enseñorearse dentro de los muros de las prisiones peruanas, es precisamente porque allí florece con mayor impunidad que en ninguna otra parte, porque allí nadie la ve. ¿Cuánto cuesta estar en cana? He aquí un práctico tarifario de algunas de las muchas coimas que tendrás que pagar –sin chistar– si alguna vez te ocurriera la desgracia de caer en prisión. Veamos: pagarás de 200 a 500 soles para que te clasifiquen a un penal de Lima y no te manden a provincias. 30 soles por el derecho a llamar a tu abogado o a tu familia desde la carceleta de Palacio de Justicia. 50 soles al técnico de seguridad para que te facilite un táper, un cubierto de plástico y una llamada adicional. 2 soles interdiarios para que no te corten la luz después de las seis de la tarde. 5 soles diarios si quieres comprarle al agente de seguridad su ají de gallo que siempre será menos indigno que la paila. Meter un celular (un “ilegal”), un chip, un cargador o cualesquiera de sus componentes te costará 100 soles y 50 soles adicionales para que te lo entreguen en tu pabellón. 5 soles por derecho diario a mantener “el ilegal” en tu poder, lo cual significa 150 soles mensuales. Al burócrata corrupto conocido como “libertador” tendrás que chorrearle entre 300 y 500 soles para que se tome la molestia de “agilizar tus papeles” y así puedas llegar a salir algún día. Y mejor dejemos la lista de precios ahí nomás, porque esta página me quedaría chica.

Dicen los viejos chamanes que, en esta vida, no hay que dejar círculos sin cerrar. Y los que escribimos sabemos que no hay que dejar historias a medio terminar, de modo que esta carta tiene el objetivo de buscarle un final adecuado a la nuestra. No te preocupes, te ahorraré el melodrama. Suficiente drama has tenido en tu vida últimamente como para que yo venga a añadirle más. La única razón por la que te escribo es porque estoy haciendo una especie de limpieza general. A veces, los corazones se vuelven almacenes de cachivaches, depósitos de objetos en desuso, así que es bueno deshacerse de las cosas que ocupan un espacio que ya pertenece a lo que vendrá. Y, quince años después de haberte conocido, puedo decir ahora, con certeza, que mi historia contigo –tu historia conmigo– es una venerable antigüedad, un souvenir del remoto pasado que ya podríamos ir donando a algún museo. Esta carta pretende, por eso, convertirse en una especie de certificado de caducidad, en una constancia notarial de que ya fuimos. Para que este documento tenga validez, yo necesito decirte aquí algunas pocas cosas que he tenido atascadas en la garganta desde la última vez que nos vimos. Léelas como una breve crónica que he querido escribir –como tantas otras que, sobre ti, debo haber escrito en el pasado– más para explicarme cosas a mí mismo que a los demás. Escribir es lo único que me permite continuar con mi safari más contento. Y eso es exactamente lo que haré en el preciso instante en que tú la hayas leído. El último libro que publiqué estaba repleto de alusiones a ti. Por si eso fuera poco, cuando ya estaba listo para entrar a la imprenta, a última hora, quise dedicártelo. Es una huevada súper cursi, claro. Le mandé un whatsapp a mi editor con el texto exacto con el cual te lo dedicaría en la cuarta página, con nombre y apellido. Pero cuando ya lo había hecho, me arrepentí. Me acordé de las veces en que habías dado ciertas muestras, casi imperceptibles, de incomodidad de que la gente insistiera en relacionarte conmigo, así que llamé a la editorial y pedí que quitaran tu nombre y colocaran, en su lugar, una frase en clave que solo tú y algunos pocos descifrarían. Estoy seguro de que entendiste que te lo estaba dedicando. Que nunca dijeras ni una palabra sobre el particular me dio pena entonces, pero ya no. Las penas, con la práctica, se van transformando en melancolía –que siempre es más elegante– y, con un poco de suerte, también en una punzada esporádica, intermitente, un dolor fantasma que como viene, igual se va. En algo así como el alma en pena de una pena.

La señora que atiende en la florería del cementerio me ofrece un servicio desconcertante: promete que, por una módica suma mensual, se encargará personalmente de ponerles flores a todos mis muertos, todos los días del Señor. Pienso que no tiene ninguna gracia que un completo desconocido se haga cargo de una tarea tan íntima y personal pero también soy consciente de que el único visitante posible –malhaya su suerte– soy yo, el inconstante, y que no hay nada más triste que una tumba polvorienta y sin flores. Conforme pasan los meses y los años y el duelo se extingue inexorable, uno comienza a espaciar las peregrinaciones cada vez más hasta que llega un momento en que apenas si te das tiempo para visitar el camposanto un par de veces al año: por el aniversario de la muerte y –esto siempre me ha parecido un poco absurdo– por el día del cumpleaños. El cumpleaños de alguien que ha dejado de cumplir años. Algunos entusiastas incluso llevan globos con mensajes, molinitos de viento, peluches, stickers multicolores que incomprensiblemente pegan en las lápidas. Carezco de ese espíritu moderno y me limito a las clásicas flores. En lo que a muerte se refiere, soy conservador. Con una actitud casi maternal, la señora del quiosco me pide que elija las de mi preferencia. Escojo Lilium fucsias y hortensias blancas. Me advierte que, por razones de limpieza y prevención del dengue, los jardineros retirarán todas las flores y toda el agua de los floreros los días jueves, razón por la cual será menester reponerlas dos veces por semana. El precio de oferta que propone no me parece precisamente una ganga pero quizá la leve culpa que me produce el estar delegando un deber indelegable me hace aceptarlo sin chistar. “Voy a dejarle pagado un mes” –le digo. “¿Está seguro que no quiere cancelar tres?” –me manipula la vendedora de rosas, con eficacia– “sabe Dios si tendrá usted tiempo de regresar tan pronto por aquí.” Caigo redondito y atraco. Escribo los nombres de mis difuntos en un formulario, paso la tarjeta de crédito, dejo todo oleado y sacramentado y me regreso por donde vine, con la satisfacción del deber cumplido. Es una mañana húmeda, el aire está helado y la pista jabonosa, así que manejo despacito entre las tumbas con el limpia parabrisas encendido con dirección al mundo de los vivos donde me espera una recargada agenda de reuniones urgentes que girarán en torno a asuntos de nula importancia. En las semanas que siguen, arribará a mi buzón, dos veces por semana, un mismo correo electrónico con idéntico texto. Asunto: Flores frescas. Mensaje: Buenos días, adjunto fotos de su familiar. Pero lo que aparece en las fotos no son mis familiares sino el frío y elegante mármol donde están grabados sus nombres, coronado por el famoso delivery floral. Dos veces por semana, tienes un e-mail del cementerio. El mismo mensaje. Flores. Fotos. Familiar. Todos los martes. Todos los viernes. Todas las semanas. Señor Ortiz, enviamos tumba en archivo adjunto. Buenos días. Pero hete aquí que caigo en la cuenta de que ha sido un error elegir el mismo tipo de flor para todos sin excepción porque cabe la posibilidad de que sea el mismo ramo el que aparece fotografiado en todas las tumbas. Y también cabe la posibilidad de que le hayan tomado muchas fotos a un solo ramo por una sola vez y me las estén mandando a lo largo de los meses. Y también cabe la posibilidad de que hayan puesto el mismo ramo solo por un ratito y lo hayan quitado después de tomarle muchas fotos, así que capaz no le pusieron flores a mis muertos ni siquiera un solo día, en realidad. Atormentado por todas estas dudas, decido volver a ir a constatar si se está cumpliendo escrupulosamente con el contrato. Esa mañana, como era de esperarse, no encuentro ni media flor. Encuentro sí que el pasto ha crecido bastante por todas partes, incluso en lo que antes solía ser el orificio para colocar el florero. Verifico en el calendario del i-phone que hoy no sea jueves y me dirijo donde la florista, listo para comérmela viva, pero ella me recibe con una tremenda sonrisa y, antes que yo le diga nada, me apostrofa: “¿Qué le dije yo, don Betito? ¿No le dije que no iba a tener usted tiempo de volver a darse una vuelta por acá? ¡Ya van a ser dos meses que se venció su pago! ¿Qué dice? ¿Le hacemos otro contratito?”

“¿Por qué chucha no estuviste en Orlando para que te maten, cabro conchatumare? ¡Somos como mierda y te vamos a sacar la conchatumare!” –me dijo, la tarde del martes pasado, el sujeto identificado en Twitter como @Nilradikalcrew, uno de esos tantos millones de cobardes que se agazapan entre las cómodas sombras de las redes sociales para gritar su trauma, su frustración o su demencia. Lo que el pobre @Nilradikalcrew –en su cerebrito tirapiedra y rompeluna– no calculó es que el cabro conchasumare al que tan alegremente amenazaba de muerte era un periodista y que, si en algo somos expertos los periodistas, es en rastrear a los cobardes y sacarlos al fresco. De modo que, ahora que ya recabamos información suficiente sobre el sospechoso en cuestión, volvamos pues a escribir –con propiedad– el párrafo inicial: “¿Por qué chucha no estuviste en Orlando para que te maten, cabro conchatumare? ¡Somos como mierda y te vamos a sacar la conchatumare!” –me dijo, la tarde del martes pasado, Nilton César Saavedra Jaimes, 18 años, soltero, metro setenta de estatura, con DNI 71402205, nacido el 26 de setiembre de 1997 en el distrito de Chancay, provincia de Huaral, departamento de Lima, con domicilio actual en el poblado de Yuracoto, distrito de Caraz, provincia de Huaylas, departamento de Áncash. Enamorado de Tania Quispe Polino. Hijo de César Carlos Saavedra y Carmen Yolanda Jaimes, quienes quizá no tengan cuenta de Twitter y vayan por la vida felices y contentos, ignorando que trajeron al mundo a semejante asesinito potencial. Muy poco asustado ante su lumpen advertencia y convencido como estoy de que a los cobardes hay que ponerles siempre el reflector en el cacharro, fui el primero en replicar su mensaje para que pudieran leerlo los dos millones trescientos mil twitteros que, tan generosa y estoicamente, me siguen. Como se imaginarán, el tristemente célebre matacabros huaralino fue masacrado, en cuestión de segundos, por una espontánea muchedumbre que le pasó por encima como una estampida de elefantes. Lo que ocurrió después es fácil de adivinar: Nilton Saavedra se mariconeó y corrió, tembloroso, a borrar lo que había escrito. Demasiado tarde: como el comportamiento de seres de esta calaña es tan previsible, yo ya había fotografiado su imbécil mensaje, así que lo volví a twittear. Y el apanado cibernético se prolongó por horas y horas, y el infausto Niltíton solo atinaba a defenderse repitiendo: “¡Fue sarcasmo”, “¡fue sarcasmo!”. ¿Sarcasmo? Un diccionario, urgente, por el amor de Dios. Hay que reconocer que, por lo menos fue sincero en su autocrítica cuando me dijo aquello de “somos como mierda”. No podríamos estar más de acuerdo. Como mierda. Vaya que lo son.

Querido Oswaldo: Ahora que te has muerto, todos son tus mejores amigos. Te cagarías de la risa si lo vieras. Ahora resulta que todos te querían entrañablemente, viejo. Qué engañados hemos vivido. Ahora resulta que todos te idolatraban en secreto y no lo sabías. ¿Me creerías que “El Comercio” te dedicó tres páginas? ¡Tres páginas, chochera! ¡Se salió el mar! ¿De cuándo acá? Mira, ah: Te dedicaron, íntegra, la portada de Luces y dos páginas completas en las que lo más graneado del establishment literario limeño lloraba, compungido, tu súbita partida. ¡Carajo! ¿Cómo será el día en que se muera Roncagliolo? ¡Le dedicarán, como mínimo, una colección de fascículos coleccionables! ¡Un póster a todo color! ¡Un álbum de figuritas! Y, por si todo eso fuera poco –no te la pierdas–, te cuento que también te dedicaron la infografía del día en la página dos con un didáctico y detallado recuento de toda tu obra narrativa. Tan, pero tan detallado que hasta te atribuyeron la autoría de una improbable novela de amor intitulada “Contigo por el camino, pero sin ti” y que tú, por supuesto, jamás escribiste porque no se te ocurriría elegir un título tan cursi y tan pelotudo. ¿Puedes creerlo? Fue el crítico Yrigoyen el primerito en darse cuenta. ¡Patinaron en página dos y con cuadro sinóptico! Te cagarías de la risa si lo vieras. ¡No podrías creer la lluvia de homenajes, de misas de cuerpo presente que te han oficiado! ¡Si hasta las revistas del jet-set te han reservado espacio en sus páginas de couché! ¿Te imaginas? La estrellita del sur Alberto Fuguet –que ahora dice que nunca antes dijo que era gay porque nunca se lo preguntaron– publicó en Twitter el selfie que se tomó contigo en el Hay Festival characato, recordándonos que eras el pionero de la literatura queer latinoamericana y que escribiste el lado B de “Los cachorros”. ¿Literatura queer? ¿El lado B de otro escritor? O sea: mejor escúpeme, ahueonao. El celebrado biógrafo de Ribeyro, Daniel Titinger también tuiteó la bonita foto que, de lejitos nomás, te tomó en el avión que los llevaba al megaevento de Arequipa y le añadió un comentario que, se notaba, había sido escrito de a bobo: “Lo tuve cerca todo el viaje y no le hablé. Con los ídolos pasa que me paralizo.” Y nuestro común amigo Hernán Migoya te dedicó –en el Útero– una chévere semblanza a la que, sin embargo, no pudo evitar ponerle un título por el que tú no habrías dudado un instante en romperle una Cuzqueña Trigo en la cabeza: “El maricón marxista que escribió como Dios.” ¡No seas pendejo, Migoya! ¿Qué confianzas son esas? ¿En verdad te parece que Oswaldo se merecía ese epitafio? ¿Maricón marxista en letras de molde? ¡Maricón será tu viejo, gilipollas!

Cada vez que un personaje público sale del clóset, cada vez que una persona querida y admirada reúne el coraje de pararse frente al país y admitir, serenamente y sin aspavientos, su identidad sexual, algo prodigioso sucede. Ese niño gay siempre insultado por su padre deja, por un instante, de sentirse un bicho raro. Esa muchacha lesbiana discriminada en su colegio se mira al espejo con menos vergüenza. Ese joven trans –abusado y agredido– considera, de pronto, la posibilidad de comenzar a quererse un poquito. Ayer, el multitalentoso Bruno Ascenzo –quien a su breve edad ha conseguido como actor, guionista y director de cine y teatro, triunfos que muchos no logran en una vida de carrera– tomó la que debe ser la única decisión ineludible en la vida de las gentes: la de abrazar con amor, delante del prójimo, aquello que tú verdaderamente eres. Y se dio el lujo de hacerlo con este testimonio honesto, conmovedor y magníficamente escrito que los peruanos del futuro agradecerán en el cercano día en que todos seamos iguales. (Beto Ortiz)

Un Cristo en pañales. Eso es lo que parecías cuando, casi 20 horas después, te despertaste del dulce sueño inducido por un cóctel mágico de quetiapina, valproato semisódico y clonazepam. Un empepado Cristo yacente sobre una blanquísima cama de la clínica más cara de toda Lima. Una pequeña fortuna hubo que dejar como depósito para que te admitieran sin seguro en el servicio de emergencias, para que los doctores auscultaran, pesaran, punzaran, analizaran y radiografiaran a nuestro Cristo flaquísimo y fumón. Te sacaron todas las muestras posibles y te hicieron todas las pruebas que tenían en el menú: tuberculosis, Elisa, hepatitis B. Todo negativo. Mientras te observaba durmiendo, me preguntaba qué iba a ser de ti cuando salieras al mundo de nuevo. Te contemplaba con curiosidad y también con cierta angustia, como quien contempla un volcán en reposo, un revólver cargado sobre el velador, un tigre de bengala al que le han disparado un dardo somnífero. Como quien vigila a la furia dormida. Me fijaba en la rosa náutica que llevabas tatuada en cada hombro, como si con ellas sintieras la seguridad de que no volverías a perderte entre la noche como siempre. Me fijaba en la rosa aún sin colorear que llevabas tatuada en la espalda. En el ojo tatuado en el vientre hundido, en tu nombre tatuado en la mano como si fuera la placa de identificación de un soldado desconocido: una pista acerca de quién eres por si algún día encontraran tu cuerpo tendido sobre las piedras redondas que, con gran estruendo, arrastran las heladas olas de Cantolao. Dormías como un bendito y, por momentos, así dormido, levemente sonreías. Por momentos, hablabas dormido, no sé si en lenguas o si eran ícaros lo que cantabas. No sé si acaso rapeabas dormido, si improvisabas rimas mientras las enfermeras te daban baños de esponja con agua tibia y te giraban de un lado al otro para cambiarte de ropa de cama sin que tú te dieras cuenta de nada. Seguramente contento allá en tu lejano paraíso de antipsicóticos y sedantes, eras un Cristo crucificado de agujas de venoclisis y levitabas, resurrecto y victorioso, flotabas en el aire a escasos centímetros de tu cama con mandos electrónicos en medio de tu habitación aséptica y climatizada.

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