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Opinión

Enfermedad, infortunio, pérdida y otras características de los perdedores.

“El cáncer o el sida” –sentenció Vargas Llosa en la campaña del 2011. Aunque no especificó cuál era cuál, nos encajó tremenda lección de vida al explicarnos que escoger entre Keiko y Humala era lo mismo que escoger entre el cáncer o el sida. Escoger -dijo. Como si las personas viviendo con cáncer o sida –o sus seres queridos, o sus deudos– no lo estuvieran escuchando. Como si fuera humanamente posible escoger entre salud y enfermedad. Y apenas unas semanas después de eso –nadie se explica cómo–, nuestro Nobel, quizá uno de los peruanos vivos más cultos, pasó a convertirse en el más entusiasta propagandista de ese mismo atroz mal terminal sobre el que antes nos prevenía, convenciéndonos ahora de que era justamente lo que necesitábamos. Por aquellos días infaustos y, sin imaginar que un día iba a convertirse en uno de los más importantes aliados de PPK, Techito Bruce dijo de él que “o era un mentiroso o ya estaba con principios de Alzheimer”. Y todo porque Kuczynski había osado poner en duda el famoso examen toxicológico que supuestamente le hicieron a Toledo en Laboratorios Roe. “¡El que está con Alzheimer es él!” –le respondió, airado, el hoy presidente– “¡ya no se acuerda de todo el trabajo que hicimos juntos!”. Recuerdo que, en ese momento, los odié por igual. Esa enfermedad sobre la que, con tanta picardía e ingenio criollo, chongueaban para las cámaras este par de rivales políticos era la misma que –tras una agonía de décadas– había matado a mis papás. Como ustedes comprenderán, sus chistecitos me resultaban tremendamente dolorosos. Más que ofensivos: dolorosos. Como en aquel tiempo conducía un noticiero, recuerdo haber protestado, furioso, en nombre de los miles de hogares peruanos que tienen que sobrellevar el indecible horror cotidiano que instala el Alzheimer y todas las demás demencias. Pero también recuerdo que la mía fue una protesta (muy) solitaria, parece que el dicho no le pareció mal a nadie más que a mí. Ningún colectivo, asociación ni colegio profesional emitió pronunciamientos de repudio ni comunicados aclaratorios que explicaran, con argumentos científicos, por qué resultaba tan vil aludir a una enfermedad como metáfora para insultar al contrincante.

Tampoco los hubo cuando, después del debate presidencial, el médico y ex congresista fujimorista Alejandro Aguinaga escribió en su Facebook un diagnóstico más bien vulgar del que poco después se arrepentiría hasta sentir la necesidad de disculparse: “¡Pobre PPK! Dentro de las tantas incontinencias del anciano, adolece de incontinencia verbal desmedida e irracional. ¡Urgente neurogeriatra!”. Como lo consigna el parlamentario oficialista Alberto de Belaunde en una campaña que, desde sus redes sociales, busca acabar con el uso de las enfermedades como calificativos políticos, en el Perú ya se ha vuelto una costumbre decir que tal o cual político es autista, bipolar, paranoico, histérico o esquizofrénico. Pero todo esto hubiera seguido pasando desapercibido y a nadie se le hubiera movido un pelo si no fuera porque, esta vez, fue Keiko Fujimori quien –para intentar convencernos de que, en el fondo, ella estaba hecha unas pascuas– aludió a una horrible enfermedad: la depresión, describiéndola como una característica de los perdedores. Fue una patinada de proporciones, sin duda, quizá producto de la excesiva lectura de ciertos manuales de autoayuda en los que te machacan que la sola posibilidad de perder debe ser extirpada de la mente y el corazón del competidor. Pero, vamos, que la perdedora de la segunda vuelta electoral reapareciera en público a decirnos que ella no era perdedora… ya pues, no pasaba de ser eso: un chiste accidental, una nueva joya del humor involuntario. Lo fatal fue nombrar la depresión (la enfermedad) y confundirla con “la depre” (estado de ánimo sombrío y pasajero), ¿constituye un error imperdonable en boca de la lideresa de un partido político con mayoría en el Congreso? Sí, claro, por supuesto. Pero ojalá la muy saludable indignación general que ha desencadenado fuera la misma si el autor de la gaffe hubiera sido cualquier otro personaje. Hipótesis: el origen de la furia popular no es tanto la loable solidaridad con los pacientes de depresión crónica como el hecho absolutamente revulsivo y acojonante de que, de entre todos los políticos peruanos que podrían haber dicho semejante cosa, fue justamente la muy piña de Keiko quien la dijo. Patapúfete.

Ritmo. Diga usté. Nombres de. Enfermedades. Por ejemplo… (Cuidadito. No solamente el nombrarlas, también el padecerlas puede ser algo más o menos relativo. Todo dependerá de cuánto nos guste o nos disguste el político involucrado). Como se sabe, cualquier enfermedad que pueda aquejar a Alberto Fujimori es falsa, ridícula y, además, un cague de la risa. Su cáncer a la lengua ha sido tema de una surtida gama de chistes sexuales en las redes y es recontra chévere caricaturizarlo, por ejemplo, como un cadáver sobre una mesa de la morgue central porque seguro que te granjea miles de likes. Todo bien con desearle una pronta muerte al enemigo político. Todo cool. Es lo que se está usando últimamente, es lo que se estila. ¿No se acuerdan acaso de que, en opinión de varios opinionated, el alcalde Castañeda Lossio estaba en las últimas y no llegaba con vida ni siquiera a las elecciones municipales? ¿No decían que sus votantes estaban eligiendo, en realidad, a Patricia Juárez de alcaldesa porque El Mudo ya se estaba jugando los descuentos? Y meses antes de su catastrófico resultado en la urnas, ¿no fue acaso Alan García diagnosticado –dato de fuente de primera mano que no nos podían revelar– por Rose Marie and Friends de una grave enfermedad que, por delicadeza, tampoco nos podían revelar? (Porque tampoco había cómo probarlo). ¿Y? ¿Qué pasó? Nada, pues. Probablemente un milagro de la Sarita o de la Rosa de Guadalupe. ¿Y no tuvo acaso el propio PPK que declarar a Martincito y a Mechita como sus dos “seguros de vida” en caso de que no llegara con vida al 2021, tal como se lo pronosticaron, hasta la náusea, en una campaña en la que cada vez que dejaba de salir en TV ya lo alucinaban con respirador? ¿Y entonces? ¿Adónde mandan su carta de rectificación los que sobrevivieron? ¿Para cuándo la marcha para protestar porque, al final, no se murieron? Será para cuando se nos pase la rabia por Keiko. Y todo indica que vamos a seguir furibundos un montón de tiempo más. Grrr, grrr. Coléricos. Indignados. Histéricos. Trátase de un síndrome típicamente nacional que, en esta página, hemos denominado histeria selectiva.


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