Quiero hablarles de los tres primeros hombres de mi vida. Big Jim, Big Josh y Big Jack. Big Jim era castaño. Big Josh era Big Jim pero con barba. Big Jack era negro, muy probablemente el primer juguete sexual explícitamente afroamericano del mercado. Nótese que estamos hablando de 1976. Los tres eran varoniles, musculosos y guapos hasta la pared de enfrente, lo malo era que ninguno de los tres tenía pene. Ni siquiera un bulto que lo insinuara, nada. Les quitabas la ropita y ahí abajo no había nada. Te encontrabas con el sexo de los ángeles. Un codo, un muñón: los genitales de Sarita Colonia, nada. Tampoco tenían culo, ni siquiera las discretas nalgas que le dibujaban a la Peloncita o al Chicho Bello. Ni eso. Nada que fuera a convocar concupiscencia prematura. Lo único bueno era que se movían a tu antojo, que los podías colocar en toditas las poses que quisieras porque eran completamente articulados, cosa moderna para una época en la que estábamos acostumbrados a jugar con soldaditos de plástico verde olivo, hombrecitos fosilizados para siempre en una única posición, trágicamente congelados en la acción de rampar con el fusil a la bandolera o de lanzar una granada por toda la eternidad. (Años después, ya de grande, he vuelto, de vez en cuando, a jugar con soldaditos pero esas no son historias que puedan contarse en las páginas de un diario familiar). Algunas pulgadas más chatos que una Barbie promedio, estos tres atléticos muchachones –Big Jim, Big Josh y Big Jack– tenían el extraño súper poder de que se les hinchaba el bíceps cuando les doblabas el bracito, daban golpes de karate cuando les machucabas la espalda y eran, por supuesto, otra diabólica creación de la afamada casa Mattel destinada a satisfacer la hasta entonces desatendida demanda de los millones de niños del mundo, que en el fondo, hubiéramos preferido que, para navidad, nos trajeran a la bronceadísima Barbie Malibú siempre y cuando viniera con su respectivo Ken, surferazo, rubio y eunuco, de regalo.
Para los que fuimos niños en esos aburridos días de la dictadura militar en los que nada podía ser “alienante” y todo tenía que ser “educativo”, la única posibilidad de conseguir juguetes chéveres era encargándolos al extranjero y, cuando llegaba la hora de hacer los encargos a los tíos pudientes que llegaban de Estados Unidos, no quedaba más remedio que soltarse las trenzas con roche. Ahí donde mis primos pedían pelotas de cuero de 32 paños, Mecanos y Legos de miles de piezas, yo pedía mi musculoso Hombre Nuclear articulado que tampoco tenía sexo. ¿Alguien se acuerda de la serie? Lee Majors en el papel de Steve Austin, ¿cómo olvidarlo? The Six Million Dollar Man. Era el predecesor de Robocop: un astronauta que había perdido las dos piernas, un brazo y un ojo en un accidente, de modo que el gobierno se los reemplazaba por unos poderosísimos miembros biónicos que, como el título lo dice, le habían costado seis palos verdes. No había cosa más cool en mi colegio que tener el muñeco del Hombre Nuclear. Y, ahora que lo pienso, no había cosa más gay porque los accesorios incluían ropita intercambiable. Cuidadito con eso. Atención, APAFAS: Cuidadito con la ropita intercambiable porque, entonces, en poco tiempo, te veías eligiéndole outfits del catálogo importado de Sears y, cuando te dabas cuenta, ya le estabas encargando a tu tía engreidora que le cosiera un enterizo color conch’evino y un sobretodo azul medianoche en su máquina Singer. Los tíos también deberían saber coser a máquina para poder encargarles también este tipo de cosas. Los tíos también deberían saber jugar a las muñecas, especialmente si se trata de muñecas como Jaimie Sommers, la mujer biónica, la contraparte del Hombre Nuclear, blondo juguete fabricado a imagen y semejanza de la actriz Lindsay Wagner pero que nadie se atrevía a pedir porque los niños no deben jugar con muñecas de cabellera peinable, no, los niños deben jugar con hombrones musculosos. ¿Total?, ¿no era al revés?
Y cuando te tirabas al piso a revolcarte con tu fornido hombre nuclear, la única opción (sexual) que te quedaba –¿en qué quedamos?– era que se relacionara, interactuara, se trenzara con Maskatron, su archienemigo, otro cyborg de sexo masculino que tenía la particularidad de que podía cambiar de identidad a su antojo con solo cambiarse de máscara –como puede verse, era un transformista– y hasta podía convertirse en su némesis con lo que la lucha cuerpo a cuerpo del incompleto y atormentado Hombre Nuclear contra sí mismo adquiría inquietantes ribetes psicoanalíticos para el niño sexualconfuso que se solazaba frotando los cuerpos de estos muñecos entre sí. Ahora, las cosas han mejorado mucho para los niños gays pues los superhéroes de hoy en día ya vienen con el six-pack y el paquete mucho más marcado y ya no se miden a la hora de ponerse lycras tornasoladas recontra trinquete que le den mayor realce a sus protuberancias. De hecho, veo cada vez más gente vistiéndose así en el gimnasio. De hecho, voy al gimnasio solo para ver gente vistiéndose así. Pero ahí no queda la cosa. Treinta y tres centímetros –nada menos– es lo que mide Billy, el primer muñeco musculoso, articulado, solo para adultos y abiertamente gay que, al igual que el entrañable Big Jim de mi infancia también se vende acompañado de su correspondiente collerita interracial: su novio Carlos que es latino e incircunciso y Tyson, el amigo con beneficios que, como su nombre lo dice, es negro. En opinión de la crítica, los tres son “anatómicamente perfectos” aunque –en el afán de homenajear a los tipos rudos de Tom of Finland– resulten imposiblemente zapatones. Maldita sea. Nací en la época equivocada. ¿Por qué en mis tiempos no existían juguetes así?
Ahora ya lo saben. Ya están todas sobre aviso, amigas solteritas que me leen: si tienen uno de esos novios base cuatro, medio friki, medio chiquiviejo, que aún colecciona las action figures de Marvel, de Star Wars o de Game of Thrones en la repisita de su cuarto como si tuviera once años, no nos digas que no te lo advertimos. Ahora ya sabes cómo fue que todo aquello comenzó.
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