“No tengo ninguna opinión. Estoy de acuerdo con todo el mundo”. Kurt Cobain.
21 años. Llevo 21 años escribiendo Pandemonio. Con interrupciones, claro. Porque Perú.21 todavía no ha cumplido 21. Pero, cuando uno dice que lleva 21 años escribiendo Pandemonio, se entiende que también ha habido momentos en los que no ha estado escribiendo Pandemonio, que también ha comido, chambeado, dormido, tirado, bebido, relojeado, se entiende que también ha hecho muchas otras cosas en ese lapso.
Parece que escribir Pandemonio es una de las muy escasas disciplinas que he logrado imponerme en la vida, la de sacrificar las tardes de todos los sábados de mi existencia para escribir las mil o mil doscientas palabras del puto Pandemonio. ¿Y por qué espero hasta el sábado para escribirlo? ¿Por qué no lo escribo el miércoles y le doy un tiempo prudencial al ilustrador si ni siquiera tiene que ser un texto de actualidad? Porque no puedo, porque soy periodista y para todo necesito un deadline, una hora de cierre, una pistola en la nuca, un ultimátum. Lo siento mucho, pero es que así somos los periodistas: solo hacemos las cosas cuando ya no nos queda más remedio.
21 años son más de mil sábados escribiendo, porque es mi obligación, porque se supone que sé cómo se hace, porque para eso me pagan, aunque no solo de columnas viva el hombre. Mil sábados escribiendo mil palabras por sábado es un millón de palabras. ¿En cuántos libros podría uno meter un millón de palabras? Veamos: cada página promedio de un libro promedio tiene 40 líneas, cada línea promedio de una página promedio tiene 9 palabras, eso significa que cada página promedio tiene 360 palabras, en promedio. Un millón de palabras cabrían en 2,777 páginas. Un libro promedio tiene 300 páginas, eso significa que en esos más de mil sábados he escrito –accidentalmente– nueve libros. Pero no tengo nueve libros publicados, tengo siete, cinco de los cuales están hechos –es verdad– de puritos Pandemonios reciclados. ¿Se imaginan? Y todo para que la gente diga que uno escribe “obras” cuando lo que escribe, en realidad, es apenas el reverso del crucigrama dominical.
Si en vez de dedicar una tarde a la semana a escribir, le hubiera dedicado dos, estaríamos hablando de 18 libros escritos antes de los 50 años, quizá no todos publicados pero, por lo menos, escritos, sin ninguna duda. Todo lo cual nos lleva al tema de la proverbial flojera de la vida, a la ansiedad de insignificancia y al fantasma aterrador de los 50 años.
“Ya vas a tener 50 años” —me whatsapeó el otro día un distinguido colega, cuya identidad mantendremos en reserva— “50 años, huevón, y aquí seguimos esperando tu libro todavía”. —El tenebroso mensaje de texto me heló la sangre, pero ahí no terminaba— “Haz el favor de no convertirte en otro desperdicio peruano más, que el panteón se nos rebalsa de Sotiles, Romeritos y Johnny Bellos de todo tipo que jamás llegaron a cristalizar”. No tengo 50 años, carajo, todavía tengo 48, aún me faltan dos años, dos años son 108 fines de semana, 216 días en los que, juro solemnemente, escribiré no mil, sino dos mil palabras semanales para llegar a las 216,000 palabras que cabrán en las 600 páginas que tendrá la gordísima novela que publicaré, sin falta, a los 50 años en el año 2666. Perdón, en el 2018. ¿Será cierto eso? Mmm. Cuando quiero escribir algo/no lo hago./Porque la serenidad y la tristeza./ La risa o el teléfono/me pretextan hacia la vagancia —escribió mi mafia Hernández Camarero. Si viviera ahora, seguramente habría escrito: Cuando quiero escribir algo/no lo hago./Porque la serenidad y la tristeza./ La risa o el teléfono/ El twitter o el whatsapp/ El Netflix, el Pokemón-Go o el Cholo Tube me pretextan hacia la vagancia. Demasiados estímulos, papá lindo, demasiadas distracciones. Aquí ya no hay quien pueda concentrarse. Hay gente que piensa en Windows y abre, en su cerebrito, ventana tras ventana tras ventana. Campana sobre campana. Yo no puedo. Yo necesito hacer una sola cosa o no hacer ninguna.
Y últimamente siento que hay demasiada comunicación y yo no necesito estar conectado con absolutamente todo el mundo, absolutamente todo el tiempo. Hay demasiada gentita hablándome al mismo tiempo. Demasiada gentita diciéndote lo que deberías hacer y lo que deberías pensar, demasiada gentita opinando al mismo tiempo. Gentita que se alucina recontra empoderada y que pontifica, que te descalifica o que te beatifica. Gentita a la que hay que pelarle siempre las muelas, gentita con la que hay que quedar siempre estupendamente si conservas todavía la peregrina ilusión de pertenecer a algo, a lo que sea, a cualquier argolla, a cualquier huevada.
Es por eso que, a veces, es mejor abstenerse de opinar y en este Pandemonio huimos, con roche, de la candelejona actualidad, huimos de esta realidad mamarrachenta como de la peste negra porque a todos esos miles de palabras que empleamos en opinar, al final, se las lleva el viento del sur con fuerza de hasta veinte nudos. Mientras tú me lees, ¿cuánta gente está opinando sobre un mismo tema al mismo tiempo? ¿A quién le importa lo que yo diga? Me gustas cuando te metes la lengua al culo porque estás como ausente. ¿Cuántos líderes de opinión necesita este país al que se le pasea el alma? Dejémonos de cuatro cosas, a nadie le importa un carajo lo que ochenta mil cojudos, dueños de la verdad, panzones de mierda, editorialicemos. Será por eso que, cada vez más a menudo, los periódicos y las revistas se me quedan embolsados, arrumados, uno sobre otro, un día tras otro, encima de la mesa.
Los libros se me quedan sin leer. Las canciones, sin oír. Las películas, sin ver. Y, lo peor de todo, los blocks, sin escribir. Quiero apagar este aparato del demonio en este instante y escribir a mano con tinta líquida en mis bonitos blocks de páginas amarillas. Quiero quedarme sin cable y sin wifi y sin señal y sin datos ahora mismo o –lo que es lo mismo– mandarme mudar, desconectar. Quiero mudarme a mi pequeña casita en la pradera. Quiero escribir, pero me sale espuma. Quiero laurearme, pero me encebollo. Aún me quedan 108 fines de semana, 216 días, 2,000 palabras semanales para llegar a las 216,000 antes de los 50. Vivir conversando con todos es vivir conversando con nadie. Una manera perfectamente imbécil de perder el tiempo. Por las huevas es. Y yo quiero escribir sobre cualquier cosa, pero lo que no quiero es seguir escribiendo sobre escribir porque eso ni siquiera cuenta como escribir. ¿Saben qué? Ya no quiero escribir. Mejor ya no les digo nada.
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