Una crónica –desde dentro– de la escalofriante sacada de mugre que vio todo el Perú.
Como es de conocimiento público, el otro día me saqué la entreputa. Y, si bien ciertos desalmados han deslizado la absurda suspicacia de que tan estrepitosa caída pudo haber sido parte de un plan preconcebido en aras del rating, debo decir aquí que no solo comprendo perfectamente el sentir de quienes dudan de que se tratara de un accidente sino que incluso comparto algunas de sus sospechas. ¿Habrá sido una simple fatalidad? ¿Cómo es posible caerse de esa manera? ¿Existió algún tipo de conspiración detrás? Sábelo Dios. Me van a disculpar pero yo tengo una hipótesis: lo que pasó ya estaba escrito. Estaba escrito que aquella noche de sábado yo iría a parar con mis huesos hasta aquel inhóspito lugar del que jamás se vuelve: el ridículo. Acabáramos. ¿Cuántas veces más tienen que pasarme estas cosas para que aprenda, de una vez por todas, la lección? Uno tiene que aprender a obedecerle a su intuición. Me pasó en el 2013 en la improbable Mamacona: “No debo subirme a ese caballo, me voy a desgramputar” –pensé. Ni siquiera fue un pensamiento. Fue una corazonada, una fugacísima imagen mental en la que me veía a mí mismo siendo arrojado por los aires por el brioso alazán. “Bah. Son cojudeces” –me dije. Y me subí, bien elástico y etéreo, como si fuera el más diestro chalán. ¿Y qué pasó entonces? ¡Po, mierda! Columna vertebral partida en dos. Cinco meses encorsetado. Tortura china. Volvió a pasarme en el 2014, en el Valle Sagrado: “No debo subirme a esa cuatrimoto, me voy a descacanar” –pensé. Imagen mental con duración de una décima de segundo: moto volcándose al borde del abismo. Yo rodando por el despeñadero y la máquina encendida rodando detrás. Bah. Eso no te va a ocurrir. No seas marica. Ya sería demasiado piña que te ocurra dos veces. Así que –¡ánimo, campeón!– me subí, la arranqué, aceleré. Pisé un rocón. Perdí el control. Po, mierda. Abismo. Despeñadero. Columna vertebral partida en dos, una vez más. Otros cinco meses encorsetado. Diez, en total. Huelga decir que, a partir de entonces, mi deporte de aventura más extremo consiste en sumergirme en una impredecible tina de agua tibia y sales relajantes antes de dormir.
Fue en atención a semejantes antecedentes que, cuando la distinguida productora vino a proponerme que participara –como insólito bailarín– en el novísimo programa sabatino “7 deseos”, mi respuesta automática saltó como un resorte: No. Imposible. De ninguna manera. No solamente porque –creo que ya lo he dicho antes– tengo la firme convicción de que nunca se baila, ni se chupa ni se llora en televisión sino porque bailando… podía caerme. Y ya no estaba para correrme tamaños riesgos. Este viejo y chancado chasís no resistiría una sola caída más. Pero como mis NO nunca son del todo categóricos, sino más bien relativos, siempre me acaban agarrando al bobo así que, al final, acepté participar de alguna manera en el show aunque, he de confesar que, en un programa sin preguntas ni respuestas, no tenía mucha idea de qué pito tocaría. Llegada la gran noche del debut, la primera cosa que hice fue subirme al escenario, una hora antes, para el correspondiente reconocimiento del terreno. Comencé a preocuparme cuando me dijeron que tenía que hacer mi entrada bajando aquellas escaleras sin baranda como si fuera una quinceañera. La subí, midiendo mis pasos. Los peldaños eran altos y angostos, quizá diseñados por algún admirador de la arquitectura inca, de modo tal que cabía en ellos solo la punta de mis zapatos talla 44 que, además, eran nuevos así que resbalaban el doble. Cuando llegué a la cima y desde allí pude contemplar la gran masa de público, el cuerpo de baile calentando, los fotógrafos, los reflectores… tuve una visión que me heló la sangre: me vi rodando espectacularmente por esas malditas escaleras. Contemplé aquel piso negro, lustroso y brillante y dije: “Aquí me voy a sacar la mierda”. Sé que resulta inverosímil pero juro que así fue. Bien dice Susy Díaz que la boca es poderosa. Bien dice Galdós que “lo decreté”. No estoy inventando ni me las estoy dando de paranormal. Lo dije. No para mis adentros, no. Lo dije en voz alta. Me escucharon. Hay testigos.
Pregúntenle a Cristian Rivero que estaba ahí, al lado mío. Pregúntenle a mi productor que mandó a que me pusieran cinta adhesiva antideslizante en las suelas. (Más tarde sabríamos que rociarlas con Coca-Cola era mucho más pegajoso y eficaz). Estaba tan concentrado en no irme cuesta abajo en mi rodada que hasta ensayé: subí y bajé varias veces, hice ejercicios de respiración, busqué mi centro, fijé un punto fijo en el espacio como en mis clases de teatro de la universidad, me di cuenta de que la única manera de bajar aquellas endemoniadas escaleras dibujadas por H.R. Giger era caminando de medio lao, de costalete, cual aspirante al cetro de la belleza universal, conté las gradas, las medí, las tasé. Subí y bajé. Subí y bajé. Había que bajar despacito pero no tan despacito porque se notaría que bajaba con miedo. Había que bajar un poquito rápido, como dicen los cobradores de combi, porque ya se sabe que el tiempo es oro en la televisión. Cuando llegó el momento de salir al aire, logré completar la ensayada tarea con suficiente dignidad, casi, casi con donaire. Bajé toditas las gradas sin trastabillar. Y llegué hasta abajo de pie, sin novedad. Pero héte aquí que, dos metros más allá, justo en el centro de la pista de baile, me esperaba una verdadera trampa para elefantes. Aguardaba agazapado un escalón invisible, traicionero, un escalón inimaginable que parecía perfectamente diseñado para ponerme cabe, para obligarme a dar aquel mal paso y hacerme volar por los aires como un zepelín, estrellándome de bruces contra el suelo, delante de todo un país. Bueno, tampoco exageremos. Un millón de personas en la tele más el otro millón que hasta ahora sigue sadiqueándose en YouTube. En el video, la caída es tan veloz que no se entiende qué cosa sucede. Pero yo, que estuve ahí, les cuento que, mientras caía, pude verme a mí mismo, como si estuviera fuera de mi cuerpo, vi las expresiones de estupor de la gente, vi como en cámara lenta, el micrófono y las tarjetas que llevaba en la mano, salir disparados en todas direcciones y mi codo izquierdo apresurándose a proteger mi proverbial nariz romana. Lo único que aún no termino de entender es cómo carajos hice para pararme tan rápido. La potente adrenalina del papelón nacional me convirtió en un acróbata callejero, en un B-boy, en un astro del breakdance. Para colmo, la rodilla sobre la que caí es, por supuesto, mi rodilla mala, la que acabó con un ligamento roto en el accidente del cerro. Y, sin embargo, me paré tan rápido pero tan rápido que ni Cristian ni Pavón tuvieron tiempo de ayudarme. Tanto mejor. Aún no es hora de tratarme como a un patricio venerable. Tengo cuarenta y ocho años, jóvenes, no ochenta y cuatro. Y me parece que ha quedado palmariamente demostrado que estoy bastante agilito, que sé hacer acopio de recutecu bajo presión. La decisión, entonces, está tomada. Voy a cambiar de rubro. Creo que ha llegado el momento de postular al Cirque du Soleil.
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