22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Apenas un año después, la marcha Ni Una Menos es hoy una postal amarillenta. Una verdadera ola de feminicidios atraviesa el Perú. Nadie protege a las mujeres. Nadie. Continúan matándolas con absoluta crueldad.

El lunes pasado, en Tarapoto, Fernando Ruiz del Águila buscó a la madre de sus hijos, Marysella Pizarro, en la peluquería donde trabajaba, la roció con gasolina, encendió un fósforo y la quemó viva. También le prendió fuego a doña Tirsa Cachique, la dueña del salón, quien, con quemaduras de tercer grado en el noventa por ciento de su cuerpo, moriría tres días después. Loco de celos porque ella había comenzado una nueva relación, llegó, incluso, a quemarse él mismo. Un Juzgado Penal de Tarapoto había enviado a Ruiz del Águila una notificación por desobediencia y resistencia a la autoridad pues le tenían prohibido acercarse a su ex pareja luego de que ella lo denunciara en dos ocasiones por violencia familiar. La notificación llegó al domicilio del asesino, dos días después del crimen, cuando ella ya había sido sepultada. En 25 años de convivencia, Fernando y Marysella habían sido padres de cuatro hijos que hoy tienen 19, 15, 13 y 10 años de edad. El quinto niño estaba en camino. El día del pavoroso holocausto, ella tenía cuatro meses de embarazo. A diferencia de sus hermanos, que quedan con sus vidas hechas trizas sin remedio, él nunca sabrá lo que su padre les hizo.

Carlos Chozo Neyra, de 40 años, degolló con un cuchillo a su conviviente Flor Janet Calderón Chávez y apuñaló a los dos hijos de ambos, de 3 y 5 años de edad, el viernes último, en el distrito de La Victoria en Chiclayo. Luego arrojaría los tres cuerpos en un pozo de agua e intentaría suicidarse bebiendo veneno mezclado con alcohol. Estaba tan borracho que los policías decidieron sacarlo envuelto en una frazada y lanzarlo a la tolva de una camioneta cual si se tratara de un cadáver, para así evitar que los enardecidos vecinos lo lincharan. La madre de Flor Janet relataría después a las autoridades cómo el asesino había intentado estrangular y también electrocutar a su hija las dos veces en que esta intentó ponerle fin a la relación. En ambos casos, los ataques también habían sido denunciados –en vano– a la Policía.

En el quinto piso de un edificio en San Jacinto en La Victoria, Pamela Fernández Robles de 24 años fue estrangulada delante de su hija de 8 años de edad por su pareja Efraín Muñoz Velásquez de 32 años, quien, hasta el día de hoy, se encuentra prófugo. Fue la pobre niña, aterrorizada, quien avisó a su abuela lo que había sucedido. Ella contó que Muñoz Velásquez era un tipo posesivo y violento, que se caracterizaba por sus celos enfermizos y que ya había agredido repetidas veces a su conviviente. Como en los casos anteriores, Pamela había sentado varias denuncias por violencia familiar sin obtener nunca ningún resultado.

El conserje de un edificio de la calle Olguín en Surco, José María Málaga Morla de 20 años estranguló a Emily Monja Pacheco, de 27, estudiante de Derecho y madre soltera de un niño. Acababan de conocerse tomando unos tragos en la Calle de las Pizzas en Miraflores y ella aceptó acompañarlo a continuar la diversión en otro lugar. Un amigo colombiano –que vive en el mismo condominio en el que él trabajaba como portero– los invitó a su departamento pero, al poco rato, se fue a dormir y los dejó solos en la sala donde Málaga forzó a Emily a tener relaciones sexuales. Cuando ella trató de oponer resistencia, el horror sobrevino: “Se puso histérica, la tiré en el sofá y perdí el control. Me pidió por su vida, pero yo me sentí tan extasiado; o sea, sentí un placer interno que no podía detenerme y le realicé dos llaves, una estrangulación con los dos pulgares y terminé asfixiándola colocando mi antebrazo en posición estratégica en su carótida”. Extasiado. El criminal se sintió extasiado. Experimentó un placer desconocido al momento de ahorcar a una mujer indefensa. El tecnicismo de los términos con que describe su cobarde crimen resulta escalofriante: los dos pulgares, el antebrazo en posición estratégica en la carótida. Parece el testimonio de un matón a sueldo, de un sicópata, de un ser especialmente entrenado para matar. Como todo hampón, termina su alegato intentando inspirar lástima: “Me dejé llevar por mis impulsos, fue algo emotivo. Perdónenme. Les pido disculpas de corazón”.

En Puno, algunos desalmados ya están contratando sicarios para mandar matar a sus mujeres. Ha ocurrido dos veces en los últimos quince días. Susana Quispe Torres, de 35 años, fue estrangulada en su casa de Juliaca delante de su hijo de 3 años por un sujeto presuntamente contratado por su esposo Francisco Flores Quispe, quien, de este modo, pretendería adueñarse de la casa en que su pareja vivía. Antes de ser ahorcada, la víctima fue golpeada y pinchada en un brazo con una jeringa para que pareciera un suicidio. Susana ha dejado a tres niños en la orfandad. En la misma ciudad, Andrea Condori Curasi, de 63 años, también fue asesinada a cuchillazos por Dionisio Mamani Laura, su esposo de 60 años, quien, de acuerdo a su propia confesión, fue ayudado por un sicario al que le pagó 500 soles por el “trabajo”. La mujer fue encontrada muerta por uno de sus hijos. Tenía el cuello cortado, cortes múltiples en todo el cuerpo y le faltaba un ojo.

“Necesitamos un país respetuoso de la mujer. El Perú no va a tolerar esto”, ha dicho esta semana el presidente Kuczynski en brevísimo mensaje a la nación. El Ministerio de la Mujer condena enérgicamente estos feminicidios y ofrecerá apoyo legal y psicológico a las familias.


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