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Opinión

Todo es según el color del caviar con que se mire.

Como yo recuerdo perfectamente el 5 de abril de 1992*, siempre pensé que era una cosa gravísima y súper autoritaria que un presidente constitucional cerrara el Congreso de la República, pero ahora que veo cómo la gente le pide a gritos a PPK que cierre este maldito Congreso atestado de rabiosos fujimoristas que están a punto de censurar al venerable amauta Saavedra, estoy entendiendo que cerrarlo, en realidad, también puede ser una cosa buenísima y súper democrática, todo depende de quién sea el presidente al que le toque salir en la tele a hacer el anuncio a la nación y quiénes, los congresistas defenestrados que serán indignamente barridos por los chorros de agua de los rochabuses cuando intenten salir a las calles a protestar. Cerrar el Congreso, entonces, no es bueno ni malo, solamente es algo relativo.

Como estudié con curas franciscanos y, más tarde, con profesores progres, siempre creí que el lujo era algo indeseable: un signo exterior de derroche, propio de los espíritus frívolos y fatuos, pero ahora constato, con sorpresa, que no hay nada mejor en la vida que el lujo porque es, incluso, posible y hasta necesario convertirse en “un ser de lujo”. Porque si no eres de lujo, lo más probable es que seas su antónimo: un impresentable, una persona que no podrías presentarle a tu mamá. Porque resulta que también los seres humanos –como los licores, los relojes o los automóviles– pueden –y deben– ser de lujo. En esta nueva filosofía, el presidente es de lujo, la primera dama es de lujo, el premier es de lujo y así sucesivamente. Pero si vamos al diccionario, veremos que la palabra lujo tiene tres acepciones:

a. Demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo. b. Abundancia de cosas innecesarias. c. Todo aquello que supera los medios normales de alguien para conseguirlo.

Un presidente de lujo, entonces, según como se entienda, puede ser un presidente de un nivel de excelencia que no merecíamos, un presidente innecesario, o un presidente que está ahí de adorno. El lujo, pues, no es bueno ni malo, solamente es algo relativo.

Como el periodista que solía ser, he sobrevivido varias veces a todas las formas del chuponeo, la interceptación de llamadas y el hackeo de mis correos, de modo que estoy bastante curado del susto de todas ellas. Pese a que, en algún momento, llegó a ponerse tan de moda divulgar conversaciones de otros y correspondencia privada que prácticamente no había reportaje político ni farandulero en la televisión que no estuviera basado en charlas telefónicas grabadas o en e-mails birlados de buzones ajenos. Tras la crisis de los vladivideos, todo este tipo de oscuras operaciones quedaron agrupadas bajo el rótulo de “prácticas montesinistas”. Yo creía que estábamos todos de acuerdo en que no había que recurrir a ellas bajo ninguna circunstancia que no fuera, qué sé yo, una investigación judicial o un conflicto exterior. Constato, sin embargo, que he estado confundido. El espionaje puede ser sano, santo y bueno.

Todo depende de a quiénes estés espiando. Si le tomas una foto al celular de Becerril y descubres que los congresistas naranjas chatean entre ellos con malas lisuras –delante de Keiko– cuando se encaballan, bueno, en ese caso: bien ahí, te hiciste una, jugador. Si de lo que se trata es de poner al descubierto el fujimontesinismo, que vivan las prácticas fujimontesinistas y la concha de su madre y la puta que te parió. El fujimontesinismo, pues, no es bueno ni malo, simplemente es algo relativo.

Como los periodistas políticos siempre están a la caza de la menor evidencia de que algún congresista haga mal uso de su cargo en provecho personal, yo creía que el peculado –es decir, el uso de los recursos del Estado para satisfacer sus caprichitos personales– era un delito no solamente grave, sino despreciable por cuanto implica una abierta traición al elector que votó por ti para que trabajaras por el crecimiento del país y no por el de tu billetera que es ya bastante más gorda de lo que nadie necesita. Parece, sin embargo, que he vivido en el engaño porque esta semana, el congresista y vocero de PPK, Carlos Bruce Montes de Oca, Techito, tuvo la concha –digo, es un decir– de utilizar el papel membretado del Congreso de la República para mandarle cartitas al director de la Policía Nacional pidiéndole vehículos y personal de resguardo para ¿una mediación en algún conflicto social?, ¿una inspección relámpago en algún establecimiento penal?, ¿una visita a los nativos damnificados por el incendio de Cantagallo? No. Necesitaba policías para garantizar el orden en la regia inauguración de su tercer y seguramente muy glamoroso bar barranquino al que asistirían dignatarios de muy alta investidura tales como el afamado estadista Koky Belaúnde, sin ir más lejos.

¿Y?, ¿cuál es el problema? ¿Le dieron los policías? ¡No le dieron los policías! ¿Entonces, pues, compadre, qué tanta alharaca? ¡Ni que les hubieran pedido hacer el Full Monty o bailar Village People! Todo bien, cholo. Todo fresh. Aquí no ha pasado nada. It’s Techito, bitch! El peculado, pues, no es bueno ni malo, simplemente es algo relativo.

Como, en los últimos años, hemos participado de tantas campañas por los derechos de las mujeres y por los derechos de las personas con discapacidad, yo pensaba que ya estaba claro, para todos, que hay que tener mucho cuidado de no discriminar –ni en broma– a las personas, ni por su género, ni por su condición física, etcétera, etcétera. Pero esta semana, el congresista Rolando Reátegui incurrió en la ordinariez de decir, en una entrevista radial, que su colega de bancada Cecilia Chacón podía “pechar” al gobierno “porque tiene buenos pechos” y no sentí que a nadie le molestara. Cuando PPK dijo que Vero “era una media roja que no había hecho nada en su perra vida”, por poco no organizan un paseo de antorchas. Cuando se cuestionó que Meche Aráoz llevara a su hija a conocer a los famosos en la APEC, el congresista Alberto de Belaunde denunció que se trataba de un preocupante caso “de género”. Pero, claro, la Chacón pertenece al rubro “villanas” y a nadie le importa que le lancen piropos vulgares; al contrario, bien hecho, qué cague de la risa. En alguna antigua entrevista que le hice a Javier Diez Canseco, él confesó que si había algo que podía hacer que le hirviera la sangre, era que sus adversarios de la derecha rentista lo llamaran “El Cojo”. De hecho, alguna vez un columnista lo llamó así en un artículo de diario y recibió cientos de cartas de unánime repulsa. Esta semana, sin embargo, han circulado en el Facebook montones de chistes que hacen escarnio de la limitación física del muy polémico congresista Luis Galarreta. Como se sabe, Galarreta nació sin brazos por efecto de la talidomida y ha aprendido a valerse de un par de antebrazos ortopédicos que terminan en unas pinzas metálicas con las que yo lo he visto levantar un vaso y beber agua. “Todos tenemos una amiga que está más rayada que la pantalla del iPhone de Galarreta.” –rezaba un meme muy popular en las redes por estos días. Es chistosísimo, ¿no? Siempre que no te nazca un hijo sin brazos, en cuyo caso dejarías de reírte de inmediato. La discriminación, pues, no es buena ni mala, simplemente es algo relativo.

CORRECCIÓN: Por error, en la versión impresa y web anterior se consignó como fecha del autogolpe del gobierno de Alberto Fujimori el año 1991. Ya lo corregimos.


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