“¿Por qué chucha no estuviste en Orlando para que te maten, cabro conchatumare? ¡Somos como mierda y te vamos a sacar la conchatumare!” –me dijo, la tarde del martes pasado, el sujeto identificado en Twitter como @Nilradikalcrew, uno de esos tantos millones de cobardes que se agazapan entre las cómodas sombras de las redes sociales para gritar su trauma, su frustración o su demencia. Lo que el pobre @Nilradikalcrew –en su cerebrito tirapiedra y rompeluna– no calculó es que el cabro conchasumare al que tan alegremente amenazaba de muerte era un periodista y que, si en algo somos expertos los periodistas, es en rastrear a los cobardes y sacarlos al fresco. De modo que, ahora que ya recabamos información suficiente sobre el sospechoso en cuestión, volvamos pues a escribir –con propiedad– el párrafo inicial: “¿Por qué chucha no estuviste en Orlando para que te maten, cabro conchatumare? ¡Somos como mierda y te vamos a sacar la conchatumare!” –me dijo, la tarde del martes pasado, Nilton César Saavedra Jaimes, 18 años, soltero, metro setenta de estatura, con DNI 71402205, nacido el 26 de setiembre de 1997 en el distrito de Chancay, provincia de Huaral, departamento de Lima, con domicilio actual en el poblado de Yuracoto, distrito de Caraz, provincia de Huaylas, departamento de Áncash. Enamorado de Tania Quispe Polino. Hijo de César Carlos Saavedra y Carmen Yolanda Jaimes, quienes quizá no tengan cuenta de Twitter y vayan por la vida felices y contentos, ignorando que trajeron al mundo a semejante asesinito potencial. Muy poco asustado ante su lumpen advertencia y convencido como estoy de que a los cobardes hay que ponerles siempre el reflector en el cacharro, fui el primero en replicar su mensaje para que pudieran leerlo los dos millones trescientos mil twitteros que, tan generosa y estoicamente, me siguen. Como se imaginarán, el tristemente célebre matacabros huaralino fue masacrado, en cuestión de segundos, por una espontánea muchedumbre que le pasó por encima como una estampida de elefantes. Lo que ocurrió después es fácil de adivinar: Nilton Saavedra se mariconeó y corrió, tembloroso, a borrar lo que había escrito. Demasiado tarde: como el comportamiento de seres de esta calaña es tan previsible, yo ya había fotografiado su imbécil mensaje, así que lo volví a twittear. Y el apanado cibernético se prolongó por horas y horas, y el infausto Niltíton solo atinaba a defenderse repitiendo: “¡Fue sarcasmo”, “¡fue sarcasmo!”. ¿Sarcasmo? Un diccionario, urgente, por el amor de Dios. Hay que reconocer que, por lo menos fue sincero en su autocrítica cuando me dijo aquello de “somos como mierda”. No podríamos estar más de acuerdo. Como mierda. Vaya que lo son.
¿Es el odio irracional que hace a Nilton Saavedra desear que yo hubiera estado en Orlando “para que me maten” el mismo odio irracional que impulsó a ese otro cobarde llamado Omar Mateen a empuñar un rifle de asalto y acribillar a 49 personas en la discoteca Pulse, el domingo pasado? Por supuesto. El odio es el mismo. Las ganas de ver muerto al prójimo por ninguna razón en particular. El odio del que quiere asesinarte –no por tus acciones, ni siquiera por tus creencias o tus pensamientos- sino porque no le gusta cómo eres, porque le estorba, porque le agrede que existas. La diferencia es que mientras Saavedra, por ahora, solo acaricia la fantasía de que yo sea asesinado, Mateen ya dio el paso siguiente: ya pasó del deseo a la acción, ya desencadenó un baño de sangre, ya desgració a 49 familias y, acto seguido, se suicidó. Como ya ha sido ampliamente reportado en los Estados Unidos, los testimonios de ex compañeros de estudios, de usuarios del Grindr –la aplicación de encuentros de hombres con hombres– y del propio portero de la discoteca coinciden en afirmar que el Gran Homofóbico Omar Mateen era, en realidad, un homosexual en el clóset. El infeliz reprimido que odia en los otros todo lo que le recuerda a sí mismo y que, por eso, necesita acabar con ellos, porque son abominables, repugnantes, o sea: iguales a él. Ni más ni menos que el cholo racista. El cabro matacabros. Nada más típico. Y vaya que el Perú es una tierra pródiga en ejemplos de ello. La homofobia peruana es un baile tradicional. ¿El motivo? Es lo de menos. A veces, no hace falta ninguno. Yo, que lidio con ella todo el día y todos los días, sé que puede desencadenarla cualquier cosa: contra mí, la homofobia puede hacer explosión, por ejemplo, porque entrevisto a la candidata que odian con odio jarocho (¡Maldito fuji-rosquete!) o porque “me rebajo” a invitar a ese oscurito y obeso personaje de farándula que les da nervios porque les saca, de los conchos, toditito su paisano racismo y su clasismo misio. (¡Ajj, Mayimbú!, ¡otro ñocazo!, ¡fijo que es tu montoya!). O simplemente porque osé decir que el histórico mate de Ruidíaz fue con la mano. Ah, blasfemia. Traición a la patria. Crucifixión. (“¡Maricones asquerosos! ¡No respetan la rojiblanca!”). El julbo, ya se sabe, está primero que la madre y antes que Dios. Pero ahora ya a nadie le importa un pepino hablar de ese tema tan macho y tan zapatón porque, como de costumbre, hemos sido eliminados y, ni siquiera porque el asunto no ameritaba vomitar encima del resto, alguien se animará a decir “te la retiro”. Pero a aquel que comienza opinando que sería bueno matar a alguien hay que denunciarlo. Porque así se empieza. A ese odio gratuito, absurdo, ciego, asesino sí tenemos que matarlo. Porque una semana atrás, en la pista de Pulse bailaban Juan, de 22 años, y su novio Christopher, de 32. Jean Carlos de 35 y su novio Daniel de 37. Simón de 30 y su novio Oscar, de 31. Luis Daniel de 39 y su novio Juan, de 37. Cuatro alegres parejas que habían ido a celebrar la vida y a todos ellos los mataron. Había ido a celebrar la vida Akya Murray, de 18 años, que por sus triunfos en el basket ya tenía una beca esperándola en la Universidad de Pennsylvania y la mataron. Había ido a celebrar la vida Enrique Ríos, de 25, que hacía voluntariado cuidando ancianos en sus días libres, y Yilmary Rodríguez, que dejó a su esposo en casa cuidando a sus dos bebés para poder divertirse un rato, y los mataron. Había ido a celebrar la vida la señora Brenda Mc Cool de 49 años, dos veces sobreviviente del cáncer, que algunos sábados se iba a bailar con su hijo gay y la mataron. Ahora lo único que queda es tomarse un instante para pensar en cada una de esas 49 personas a las que un sucio odiador les truncó, sin ninguna razón, todos los sueños. Saber que cualquiera de esos muertos perfectamente pude haber sido yo. Por ellos, toca ahora pelear contra el odio y contra aquellos cobardes que malviven odiando el amor de los demás. Por ellos. Como inmejorablemente lo expresó Ricky Martin en un homenaje en Twitter en el que compartió la hermosa foto de Robert Mapplethorpe que ilustra esta nota: Por todos aquellos que solo querían bailar.
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