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Opinión

La aeromoza es simpática y tan moderna que está convencida de que el sacerdote que viaja a mi lado –en clase económica– es mi novio y no seré yo quien se tome el trabajo de negarlo.

El curita es bastante joven y lo suficientemente guapo como para que ciertas mujeres –al verlo– se hayan sentido tentadas de exclamar: “¡qué desperdicio!” ¿Quién soy yo para arruinarle la ilusión? No lleva puesta una cruz, pero sí una camisa negra con alzacuellos blanco como para que todos se den cuenta de que es curita, pero, como va leyendo un cancionero, porque está aprendiéndose la letra de unos cánticos de misa –por ti, mi Dios, cantando voy, la alegría de ser tu testigo, Señor– la hostess no lo lee, no lo capta, no se entera de nada y lanza nomás la propuesta que no podremos rechazar:

— Chicos, chicos, ¿no les provocaría pasarse a primera?

Estando próximo a cumplir los cincuenta años, cada vez que alguien se dirige a mí como “chico”, se me llenan los ojos de lágrimas. Me pasa últimamente con los veinteañeros, confianzudos mozos en los cafés. Así me he vuelto de hipersensible. Me dicen chico y listo, ya está, me echo a llorar. El clérigo –que debe frisar los treintitantos como mucho– mira todo de reojo con un amago de sonrisa, se hace el cojo. Tengo la impresión de que se abstiene de intervenir a ver si, de una buena vez, se nos aparece la virgen y el upgrade se concreta. Yo no sé si a los pastores de la iglesia les ocurran estas cosas con frecuencia, sospecho que no, se supone que va en contra de sus votos de humildad. Pero se ve que a este no le molesta nadita, lo de mortificar la carne no figura entre sus planes de esta noche porque permanece mudo, repasando sus letras, inmutable, cual si oyera la lluvia caer.

- ¿Qué me dicen, entonces, chicos? ¿Les provocaría?

A nadie en su sano juicio le provocaría quedarse en clase turista en un vuelo repleto y con escalas. Y menos cuando te lo están ofreciendo como cortesía, a cambio de nada, de puro amorosos, solo por tratarse de nosotros, por ser la pareja gay moderna y tan simpática que somos. Mi casto novio continúa ensimismado en sus partituras –los hombres me preguntan: ¿cuál es mi misión? Les digo: ¡testigo soy!–, de modo que me deja el rol de macho dominante que tiene que tomar siempre todas las decisiones en la relación, que resuelve todos los problemas mientras –en su cabeza– no puede evitar canturrear todos esos himnos de alabanza que se sabe de paporreta desde chico: me mandas que cante con toda mi voz, ¡no sé cómo cantar tu mensaje de amor!

- Bueno, ¿qué les parece si les voy trayendo un champancito mientras deliberan?

La azafata desaparece tras la cortina y los pretextos para no hablarse se terminan. Basta de drama. Es momento de enfrentar, con la necesaria madurez, este problema de pareja.

- Okey, padre, usted decide: ¿nos pasamos a primera o qué?

- Me parece que primero tendríamos que aclararle el malentendido.

Las aflautadas copas de Möet llegaron, bien al polo, y con ellas, los mantelitos, los engreimientos, los piqueítos. La mariconera Ferragamo con las mediecitas, las anteojeras, el espejito, el calzador y un completo set de productos de belleza L’Occitane en Provence: crema de noche, crema de día, crema de manos, crema de pies. Alrededor de nosotros, crece un sordo cuchicheo. Los demás comienzan a mirarnos feo desde sus asientos, primero con fastidio, luego con rencor y, finalmente, con cara de motín a bordo, qué buena raza, por qué las gollerías si todos pagamos lo mismo, por qué los privilegios, por qué la desunión. Son los pasajeros pobres del Titanic que no alcanzaron botes salvavidas y nos miran con odio solo porque somos señoronas de abolengo siendo rescatadas con nuestros abrigos de visón.

- No hay problema, ¿se lo dice usted o se lo digo yo?

- No hace falta que me ustees, Beto. Díselo tú nomás. Me parece que es lo más correcto.

- Está bien, yo se lo digo. ¿Puedo preguntar tu nombre?

- Mateo, como el evangelista.

Sentí que estaba siendo colocado en una encrucijada mortal. A estas alturas, nuestra anfitriona estaba ya tan ilusionada con el tempestuoso romance que casi me daba pena tener que romperle el corazón confesándole la aburrida verdad.

- Chicos: sus asientos ya están listos. Pueden pasar…

¿En serio no se daba cuenta de que Fray Mateo era un amor inviable, prohibido? Ahora que lo miraba con detenimiento, el curita no estaba nada mal, no, no, no, tenía todo muy bien puestecito y muy en su lugar, el padrecito estaba como le daba la reverenda gana. Como Dios mandaba: Señooor, me has mirado a los ojos. Sonriendo has dicho mi nombreee. Ese Dios –que le daba barba al que no tenía quijada– lo había hecho bonito en vano. Bonito y célibe. No apto para el consumo humano. Qué desperdicio. No había derecho. Si estaba más bueno que el pan con chancho. Las últimas ganas que tenía de romperle el hechizo se me quitaron por completo. ¿Había razón acaso para pincharle el globo a nuestra afanosa celestina aérea? ¿Revelarle que él era, en realidad, un religioso al que yo ni siquiera conocía? Imposible. Ella tenía derecho a vivir el ensueño. Y yo, también. Así que salud, pescador de hombres, alza tu copa y hagamos de cuenta que nos estamos yendo a Florencia de luna de miel, porque yo no pienso desmentir nada.

- No sean tímidos, chicos, pasen ustedes, adelante.

- Le agradezco, señorita, pero, la verdad es que no sería justo, prefiero quedarme, aquí estoy bien.

- ¿Y usted, señor Ortiz?

- Yo también. Estamos muy cómodos aquí. No se preocupe.

Es bueno que sepas, Mateo, que yo soy como el apóstol San Pablo y estoy teniendo, en este momento, mi epifanía, que estoy cayéndome del caballo y que, por fin, veo la luz. Tú, necesitas mis manos. Mi cansancio que a otros descanse. Amor que quiera seguir amando. Y en verdad te digo que me quedaré contigo en clase turista. En la pobreza y en la abundancia. En la salud y en la enfermedad. Voy a hacer todo este viaje contigo, Mateo. A tu lado, hasta el final. En la arena, he dejado mi barca. Junto a ti, buscaré otro mar.


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