Cuando ya parece que, en este país, todo colapsa alrededor de nosotros, hay seres extraordinarios que no dudan en ofrendar sus propias vidas. Hay vidas resplandecientes que nos recuerdan que es humanamente posible entregarlo todo por los demás. Así fue la breve vida de Alonso Salas Chanduví.
Alonso se acordaba hasta ahora que el 15 de agosto del 2007 había caído miércoles. Y lo recordaba tan bien porque ese era el día en que había ocurrido el pavoroso terremoto de Pisco y porque, en algún momento de aquel día crucial, había tomado la más grande de las decisiones, aquella que marcaría el rumbo de una vida extraordinaria, la de renunciar a vivir para sí mismo y entregarse a los demás: aquel día se presentó de voluntario para enrolarse como bombero y así poder ir de inmediato en auxilio de las víctimas. Como tenía apenas quince años, sus padres tuvieron que firmarle un permiso para que lo admitieran pero el delgadito y melenudo Alonso tenía todavía el aspecto frágil de un niño de escuela, de modo que sus súplicas para que lo admitieran no fueron escuchadas. No se dio por vencido, reunió a un grupo de sus amigos del quinto de media de La Inmaculada, reunieron sus propinas y partieron rumbo a aquella ciudad arrasada de la que todos huían despavoridos. Ser testigo de toda aquella desolación fraguó, como al hierro, su espíritu de rescatista. Además de los muertos y heridos, el sismo había desencadenado una aterradora explosión de pobreza. Sacudido por esa ira brutal que provenía desde el remoto corazón de la tierra, el cerro San Clemente se había venido abajo como un castillo de arena y con él, barrios enteros habían quedado reducidos a desmonte y polvo, toda la indigna miseria contenida en sus cientos de casitas se había regado sobre el asfalto roto de la carretera –ropas, juguetes, ollas, corazones de Jesús entreverados con los escombros– y los maltrechos sobrevivientes tendrían ahora que empezar desde menos que cero, acometer la triste tarea de la reconstrucción de su antiguo refugio, o más bien, de su antiguo abandono. Quizá palpando, por primera vez, el sufrimiento de todas estas personas que no conocía pero que –según le habían enseñado desde chico– eran sus hermanos, Alonso tuvo una precoz epifanía: cayó en la cuenta de lo inmensamente afortunado que era y sintió en el pecho la urgencia de ponerse a trabajar de inmediato para intentar aliviar tanto dolor. Aprovechando el tiempo mientras esperaba un año para poder cumplir su sueño de ingresar al cuerpo de bomberos, se sumó como voluntario a las filas de “Un techo para mi país” y, mientras otros chicos de su edad se iban a la playa a correr tabla, él dedicaba sus fines de semana a subir cerros, cargando maderas bajo el sol, a serruchar y clavar tablas, ayudando a construir las casas de quienes no tenían ni dónde pasar la noche.
Mientras esto escribo, no dejo de mirar la foto que ilustra esta página, la increíble foto que Carlos Salas, su papá, nos ha prestado para la apresurada biografía que hemos preparado de Alonso y sus compañeros y que saldrá esta noche por televisión. Tras la tragedia, la tierna imagen sobrecoge como una premonición: el bomberito de tres años con su casco de juguete, su mameluco rojo, los escarpines de plástico negro, simulando botitas y la manguera verde con que regaban el jardín. Cualquiera pensaría que se trató de una casualidad desconcertante, pero no. Preguntado, a los 3 años, sobre qué traje quería ponerse para la actuación en el nido, Alonsito ni siquiera titubeó: quería vestirse de bombero. ¿Será posible tener tan claro lo que quieres ser, a semejante edad? Aquello no era la elección de un simple disfraz para la fiesta, era el nacimiento de una vocación, de un auténtico apostolado que él llevaría, de manera impecable, hasta las últimas consecuencias. “Yo no soy bombero solamente cuando me visto de rojo” –le dijo, hace apenas unas semanas, a unos estudiantes de periodismo que lo entrevistaron en video– “yo soy bombero todo el tiempo, no importa dedicar toda una vida al entrenamiento con tal de tener la oportunidad de salvar una sola vida”. Y salvó varias en sus nueve años con aquel uniforme que amaba con la misma intensidad con que otros aman la camiseta de su equipo de fútbol. Hasta en las fotos de su álbum de colegio aparece siempre vistiendo polos con las siglas FDNY, Fire Department of New York. En otro momento de la entrevista, la aprendiz de reportera le pregunta: “¿Cuál es el apoyo que reciben del gobierno?” y Alonso mira hacia todos lados, como buscando una respuesta imposible para, finalmente, soltar la carcajada: “¿Apoyo del gobierno? ¡Ja, ja, ja!, ¿qué quieres que te diga? ¡Mejor guarda esta parte para los bloopers!”.
El 5 de diciembre último, con ocasión del Día de los Bomberos, su mamá le escribió una tarjeta que él colgó, muy orgulloso, en su muro de Facebook: “Querido hijo. Es un privilegio que te otorga la vida el descubrir a temprana edad lo que te gusta, te hace feliz y para lo que eres bueno. No dejes, cada uno de tus días, de aprender más, de ponerlo en práctica y de entregar lo mejor de ti. Porque la gente olvidará lo que dijiste, olvidará lo que hiciste, pero nunca olvidará cómo los hiciste sentir”. Y luego añade unas palabras en italiano, en honor a los fundadores de su compañía Roma 2: “¡Felice giorno, pompiere! (que significan: ¡feliz día, bombero!) Para mí eres el mejor. Te ama: Mamá”. El miércoles 19 de octubre, Alonso murió a los veinticinco años, perdió la batalla contra el fuego, tratando de salvar vidas en la tragedia de El Agustino. Quiero creer que su mamá se equivoca en un punto: que somos muchos los peruanos que nunca olvidaremos lo que Alonso, Eduardo y Raúl hicieron: recordarle a un país devastado por la codicia y el egoísmo supremos que todavía existen, entre nosotros, seres extraordinarios, dispuestos a llevar hasta el extremo del sacrificio, su generosidad sin límites, su espíritu indomable, su pasión, su compasión, su inmensísima nobleza.
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