“El valor de la verdad” se termina esta noche de una vez y para siempre. Lo siento mucho. No soy yo, eres tú.
Con nada me habían atormentado tanto en la vida como con esto. No me pasó cuando me teñí el pelo de azul. Tampoco con las entrevistas risueñas a Alan García. Ni siquiera con la consabida fábula del pollo y los pirañas. Con nada me habían atormentado tanto en la vida como con el éxito de El Valor de la Verdad. Y subrayo “éxito” porque si hubiera sido un programita más de esos que aparecen y desaparecen sin pena ni gloria en un par de meses, no habrían corrido los ríos de tinta que corrieron, con todos los opinólogos opinando, todos los pontífices pontificando y todos los despotricólogos despotricando. Bah, a nadie le hubiera importado un cuerno. El problema es que el programa se volvió un puto fenómeno de sintonía. Y ya se sabe que la televisión es un fiel espejo de la gente que la mira, o sea: ustedes. Así que el problema fue que los sábados por la noche, los peruanos dejaron de salir a tonear para invitar a los amigos a casa para ver juntos El Valor de la Verdad con unas chelas y unos piqueítos. Que la Vía Expresa se quedó sin autos la noche que entrevistamos a Tilsa Lozano. Que todos los diarios –desde el más serio hasta el más pacharaco– nos criticaban con ferocidad pero –eso sí– tuiteaban en vivo tooodas las respuestas del invitado, una por una, cual si fueran los goles de la final de una copa, y las colgaban en la portada de sus páginas web porque sabían que eso les aseguraba cientos de miles de visitas. Que todos los programas del canal en que trabajo –y también los de otros canales– comieron bien rico de nosotros y sobrevivieron durante meses repitiendo, o mejor dicho; canibalizando secuencias íntegras de El Valor de la Verdad para que sus animadores tuvieran un tema de qué hablar y sus programas mejoraran sus ratings, aunque fuera de taquito. Y no estoy hablando solamente de programas de espectáculos, no, no, no: todos los programas: desde Lúcar hasta Karen Schwarz, desde Pámela hasta Maritere. Toditos. Pero cuando les preguntaban su opinión sobre El Valor: pof, estoy asqueada, aj, qué espanto, qué arcadas, qué abominación, ave María purísima sin pecado concebida. Hasta esas practicantes empoderadas que tanto se desangran en sus manifiestos de periódico mural contra el programa, terminaban leyendo obedientemente su rico teleprompter e informando a las masas clasistas y combativas sobre las últimas orgías clandestinas de la castigadora Jenny Kume. ¿No es, acaso, una delicia? ¿No les resulta sublime contemplar cómo, al tragarse el sapazo de tener que leer semejantes noticias, no se les movía ni media pestaña postiza? Porque hasta los noticieros en horario de protección al menor terminaban bien colgados de El Valor, prestándose, felices y contentos, para la cochinadita.
Con El Valor nos pasa lo mismo que a ciertas jineteras cubanas: nos paramos en una esquina, conseguimos muchos clientes, los dejamos súper satisfechos con higiene y discreción, pagamos las cuentas, paramos la olla, la familia está gordita y todos nos adoran. Pero cuando alguna vecina cucufata nos señala con el dedo –¡ahí va la puta!– la familia procede inmediatamente a escandalizarse, a santiguarse, a avergonzarse de nosotros, nos niega, nos esconde, nos encierra con llave en el sótano donde solo nos queda llorar amargamente, cubiertos de escupitajos, agua con pichi y cáscaras de mango. Es lo que se conoce como el Síndrome de la Puta Contrita. La hetaira arrepentida que acaba flagelándose, que se da golpes de pecho porque la hicieron sentir una sucia pecadora y la muy estúpida se la creyó. ¡A tomar por culo, gilipollas! Yo no me arrepiento de absolutamente nada. Hace unos días una amiga me preguntó: ¿En serio no te gustaría hacer un programa del que te puedas sentir orgulloso? Me van a tener que disculpar pero yo me siento recontra orgulloso de haber logrado sostener la atención del público, entrevistando, durante dos horas, a la misma persona en el horario más competitivo de la televisión nacional. Sin bailarinas, perros amaestrados ni polichinelas. Sentarme en un sillón negro a conversar con una persona sentada en un sillón rojo. Más naiki. Y hacerlo, venciendo sostenidamente a la otrora invencible Gisela Valcárcel durante cuatro años consecutivos. Si tú lo puedes hacer igual o mejor, critícame. Pero si no pudiste, guarda silencio: mira y aprende. ¿Está mal que yo lo diga? Me vale madre. Habito en la indiscutible capital de la mezquindad así que, si no lo digo yo, no lo va a decir nadie. Y a todas esas almas pías que, desde las altas torres de su superioridad moral, se desgañitan gritando ¡escoria!, ¡bazofia!, ¡carroña!, les deseo que logren tener biografías más prístinas y acrisoladas que las de mis concursantes, no sin antes recordarles que, por El Valor, han pasado peruanos de todos los pesos, tamaños y colores: desde Mayimbú hasta el propio PPK, sin ir más lejos. Y todos han hecho lo mismo: contarnos sus vidas, sórdidas o heroicas, deprimentes o ejemplares, pero sus vidas, al fin y al cabo. Sus vidas.
Dicen los escaldados que El Valor es un programa basura. ¿Ah, sí? No me digan. Pero, ¿saben qué cosita? Es NUESTRO programa basura. Porque nosotros lo hacemos y ustedes lo compran. De la boca para afuera, son todos ustedes muy culturales y muy educativos, ¿verdad? Todos ustedes se vuelven unos Marco Aurelios Denegri a la hora de opinar sobre lo que la televisión (para adultos) debería y no debería mostrar. Y justamente para complacerlos, para halagar su alto intelecto y exquisita sensibilidad fue que el fin de semana pasado decidimos obsequiarles un programa tan blanco y tan dulce como un helado de vainilla. Invitamos a la actriz mexicana Gabriela Rivero, la entrañable maestra Jimena de “Carrusel”, para que nos deleitara con su gracia y sus recuerdos de escuela. Personalmente, me pareció un programa redondo, entretenido, impecable. ¿Saben qué rating hizo? Ocho puntos. ¿Saben qué rating hizo Tilsa evocando al Loco Vargas en sus recuerdos de alcoba? Cuarenta y un puntos. ¿De quién es la culpa entonces? ¿Es mía porque yo lo hago?, ¿es del canal que lo emite?, ¿del anunciante que lo auspicia? ¿No será tuya porque tú lo ves? Ahí te lo dejo de tarea para la casa. Lo nuestro ha terminado, televidente. No soy yo, eres tú. ¿Entonces es cierto que El Valor llega a su fin esta noche? La respuesta es… verdad. Pero ahórrense el pica-pica y las serpentinas que el canal no me canceló, ni el ANDA me bajó el dedo, ni nos asustamos con el berrinche de los pulpines en las redes. Fui yo el que pidió que el programa terminara de una vez por todas. Paren de sufrir. Ya estuvo bueno. Me pudrí. Me cansé. Me aburrí del rol de piñata de la fiesta. En serio. Ya me tenían los huevos lacios con la preguntita: “¿hasta cuándo vas a seguir desperdiciándote así?, ¿cuándo vas a volver al periodismo serio?”. Par favar. La respuesta se cae de madura, ¿no les parece? ¿Quieren saber cuándo? Cuando vuelva a abrirse espacio para hacerlo, por supuesto. Mientras tanto, esta su puta, muy oronda, se retira.
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