Viví entre los cubanos de Miami y también entre los de Cuba. Y con Reinaldo, siempre, en los extremos.
En La Habana viví unos meses, cuando era estudiante de un taller de guion en la Escuela de Cine de San Antonio de Los Baños. En Miami, poco más de un año, la vez aquella en que se hizo inviable mi permanencia en el Perú. Conozco pues, bastante bien, a los cubanos de las dos ciudades. Luchadores, solidarios, reilones y gozadores. También dicharacheros, hablantines. Apasionados siempre, radicales, casi siempre y, a veces, monotemáticos. Los cubanos de Cuba siempre están hablando de escaseces. No es para menos. Los cubanos de Miami siempre están hablando de Fidel. Faltaba más. Estoicos, los unos. Autosuficientes, los otros. Alegres y vibrantes, todos. Uno de mis primeros trabajos pequeño-habaneros fue la asistencia de producción en un programa periodístico del cable en el que el colega cubano Ricardo Brown polemizaba, noche a noche, con nuestro paisano Guillermo Descalzi sobre los únicos temas que –se supone– interesan a la muy diversa comunidad hispana de Miami, vale decir: Fidel, Fidel y más Fidel. La prensa miamense en español casi nunca habla de otra cosa que no sea Fidel. Algo así como el Granma, pero al revés. Una tarde del 2003 tuve la inmensa suerte de que me mandaran a pre entrevistar –en su modesta casita de Hialeah– al legendario Huber Matos, un guerrillero de 84 años al que mis amigos progres, sospecho, hubieran amado. O quizás no. La chamba la conseguí –dicho sea de paso– gracias a mi buena amiga cubana María Elvira Salazar, tremenda periodista que, en aquellos mis días melancólicos de exiliado, no dejaba de arengarme: Ven acá, ¿de qué tú te lamentas, mariconzón? Agradece que tú tienes algo que yo no tengo: tú tienes una patria adonde volver, yo no. He ahí un maldito infortunio: el de no tener casa adónde volver. Como iba diciendo, Don Huber Matos encabezó –con Fidel, Camilo y el Ché– el revolú de 1959 contra Batista y después, habiendo discrepado gravemente con Castro, rompió con él y, en castigo a semejante crimen, estuvo preso, crucificado, torturado, muerto y sepultado por 20 años. Escribió, sobre su vida, un libro extraordinario titulado “Cómo llegó la noche” por el que Editorial Tusquets lo distinguió con el premio Comillas en la categoría biografía. Un viejo de putamadre, flaquísimo, distinguido, lúcido, que murió recién hace un par de años. Recuerdo que le pregunté a María Luisa, su esposa, cómo pudo, sola y con hijos, esperarlo 20 años hasta que saliera de la cárcel. ¡Veinte años! “Yo lo hubiera esperado cuarenta” –me dijo. En ese momento, tenían ya 56 de casados. Después de escuchar a Don Huber contar cómo –cuando hacía huelga de hambre– le metían sopa hirviendo con una sonda por la nariz “para que no pudiera ni morirse ni vivir”, le pregunte si aún le guardaba algún rencor a Fidel. O a quienes, para referirse a los cubanos en el extranjero, seguían usando la canalla expresión gusano. “Vea, mi santo, me dijo… (¿no es linda esa expresión?, ¿mi santo?). Le voy a decir algo y le pido que no se lo olvide: El rencor es una pérdida de tiempo”.
A mi primer día de internado en La Habana llegué llevando a cuestas dos maletas llenas de productos de primerísima necesidad burguesa. Atún, aceite, leche, sopas instantáneas, puré de papas, jabones, quesos, vino y, sobre todo, chocolate, ingentes cantidades de chocolate. No, no eran para regalárselos a nadie. Eran para mí. Sabía que me esperaban unos duros meses frejoleros y como, a la sazón, yo no era, precisamente, el tipo de turista sonrosado que se aloja en el Meliá Cohiba y sale, rodeado de jineter@s, a cenar langostas ilegales en los célebres “paladares” clandestinos había que tomar todas las providencias del caso. Y como ya había estado antes en ese país, sabía que la otra cosita que iba a escasear con fuerza eran los libros. Es verdad que todos allí sabían leer, pero también es cierto que solo podían leer lo que el Comandante en jefe autorizaba. Los cubanos, entonces, se perdían de disfrutar a algunos de los más extraordinarios escritores cubanos cuyos libros uno podía conseguir en todas partes, excepto en Cuba, donde solo circulaban “por la izquierda”, es decir: por lo bajo, en el mercado negro, ocultándose de los soplones que espiaban en cada barrio y en cada esquina, los soplones de los CDR, los Comités de Defensa de la Revolución.
Ahora que Fidel Castro cayó, todo el mundo habla, todo el mundo puede hablar. Ah, ahora todo el mundo es héroe. Ahora todo el mundo resulta que estaba en contra. Pero entonces, cuando en cada esquina había un Comité de Vigilancia, algo que observaba noche y día las puertas de cada casa, las ventanas, las tapias, las luces, y todos nuestros movimientos y todas nuestras palabras, y todos nuestros silencios, y lo que oíamos por la radio y lo que no oíamos, y quiénes eran nuestras amistades, y quiénes eran nuestros enemigos, y cuál era nuestra vida sexual, y nuestra correspondencia, y nuestras enfermedades, y nuestras ilusiones… También todo eso era chequeado. El texto en negritas que acaban de leer es un fragmento de “Traidor”, futurista relato de Reinaldo Arenas, un portentoso escritor cubano cuya vida y muerte hemos estado recordando muchos, ahora que murió el dictador del que fue víctima, el que le mandó confiscar y destruir una y mil veces los manuscritos de sus libros que una y mil veces volvía a escribir, el que lo persiguió, lo encarceló, lo torturó y finalmente empujó al exilio, primero y al suicidio, después. Su autobiografía “Antes que anochezca” –que, según Vargas Llosa, es uno de los más estremecedores testimonios que se hayan escrito en nuestra lengua sobre la opresión y la rebeldía– es uno de esos libros que te estallan en las manos y te dejan incrustadas sus incandescentes esquirlas para siempre. Fue así como me convertí, sin darme mucha cuenta, en un traficante de sus novelas, en un peruano que exportaba literatura cubana… hacia Cuba. Me llevaba decenas de ejemplares de sus libros camuflados entre mi ropa y los repartía entre mis hermosos y brillantes amigos cubanos a quienes –en aquel absurdo apartheid tropical– los comisarios de la revolución socialista les prohibían entrar conmigo a los cafés, por el solo delito de ser cubanos. Cuántas veces, Reinaldo querido, habremos leído tu carta suicida como si rezáramos a nuestro ángel de la guarda antes de dormir. Y qué mejor forma de vengarte que leerte ahora. Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. Me siento satisfecho con haber podido contribuir aunque modestamente al triunfo de esa libertad. Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión.
Solo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país. Al pueblo cubano tanto en el exilio como en la isla le exhorto a que siga luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy.*_
Fidel ha muerto. Viva Reinaldo Arenas.
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