Lo más obvio que podríamos decir sobre ‘Demasiada responsabilidad’, compilación de textos breves que acaba de publicar Enrique Planas (Lima, 1970), es que es un libro sobre la paternidad. Pero limitarse a definirlo así sería achatarlo, simplificarlo injustamente. Porque a pesar de sus escasas páginas y de su contenida ambición, es en realidad muchos libros a la vez.
Entre los materiales audiovisuales que utilizo en mis clases, nunca falta Miss Universo en el Perú, un mediometraje realizado por el Grupo Chaski en 1982. A pesar de que tiene más de treinta años de estrenado, mantiene inquietante actualidad. Trata, en pocas palabras, de cómo este país, siempre herido por profundas desigualdades sociales, es escenario de un concurso sexista, completamente alejado de nuestra realidad, y que fomenta tanto la subestimación de lo que representamos y somos como la alienación colectiva ante ciertos modelos de belleza foránea a los que se aspira hasta llegar al absurdo. Suelo verlo con mis alumnos porque sé que luego de visionarlo siempre tenemos largos y muchas veces aleccionadores debates al respecto.
La necesidad de rescatar y explorar la memoria histórica de España se ha convertido en los últimos años en una polémica tarea nacional. Desde lo literario, su mayor exponente es Javier Cercas (1962). Así lo demuestran su notable Soldados de Salamina (2001), novela que se centra en las peripecias de un intelectual del franquismo cuya vida fue salvada en circunstancias confusas por un soldado del bando republicano; la excelente Anatomía de un instante (2009), libro en el que se explora la transición a la democracia sin indulgencias ni mitificaciones; y sobre todo esa obra maestra que es El impostor (2014), acercamiento a Enric Marco, un farsante que se hizo pasar como prisionero republicano en un campo de concentración alemán y que llevó su infame mentira hasta las últimas consecuencias.
Hace unos años, en el 2005 para ser precisos, Juan Marsé renunció al jurado del Premio Planeta alegando que estaba “un poco harto de novelas insustanciales con premio o sin premio que ocupan tanto espacio mediático en perjuicio de otras con empeños más honestos y ambiciosos, pero que apenas les dejan espacio para respirar (…) pero en cualquier caso yo me niego a dar gato por liebre, ya sea como miembro del jurado en un concurso literario o como simple ciudadano al que le piden una opinión sobre un libro”. Como se imaginarán, la dureza de sus declaraciones provocó un fuerte debate en el que se defendía y atacaba con igual ímpetu al autor de Si te dicen que caí, empañando la ceremonia de dicha edición. Lamentablemente, los organizadores del premio no aprendieron nada de la experiencia y año tras año, con alguna honrosa excepción, siguen galardonando libros, por decirlo suavemente, de más que dudosa calidad.
El último libro de Julio Llerena, ‘El sol en la niebla’, supone dos regresos afortunados: el primero es el de este autor a las lides de la poesía luego de catorce años de silencio desde la publicación de su debut, ‘Hechos reales’. El segundo, la vuelta, también después de mucho tiempo, del Álbum del Universo Bakterial, la más popular y a la vez sofisticada editorial especializada en poesía de la década pasada.
Buenos y hasta excelentes libros de cuentos han aparecido en los últimos años entre nosotros. Puedo mencionar dos que me parecen especialmente logrados: Todo termina esta noche (2015) de Johann Page y El fuego de las multitudes (2016) de Alexis Iparraguirre. Hace unos meses, Miguel Sánchez Flores (La Plata, 1979) publicó una colección de relatos, Ciudades vencidas, que si bien no alcanza la excelencia de los títulos mencionados, tiene más méritos y bastante más interés que el promedio de narraciones breves que encuentro habitualmente en las librerías y presentaciones de nuestro a veces desconcertante circuito cultural.
Lucia Berlin (1936-2004) tomó el material literario más valioso con el que contaba, su propia autobiografía, y la convirtió en un diverso y a la vez compacto conjunto de cuentos intensos, eléctricos, que rezuman las contradicciones y las pequeñas tragedias cotidianas de la vida por todas sus grietas y rendijas. Lucia Berlin es un verdadero problema para quienes agitan a favor y en contra etiquetas como la de la autoficción. Como sucede con todas las etiquetas empobrece, achata y resulta rotundamente insatisfactoria para entender a una autora que aparentemente cumple con todos los requisitos para ser calificada dentro de sus predios. Berlin, con su escritura trepidante, sus personajes desolados y ordinarios, convulsos y siempre secretamente heridos, sus escenarios tan rutinarios como bellos, trasciende esas clasificaciones fáciles. Porque su obra, antologada en el excelente Manual para mujeres de la limpieza es profundamente original, caleidoscópica como su agitada vida, matizada por una ironía y una frontalidad airada que desentraña comportamientos y circunstancias con el cálido y a la vez terrible escalpelo de la verdad.
En su polémico y lúcido ensayo La generación del 50: un mundo dividido, Miguel Gutiérrez afirmaba que, después de Julio Ramón Ribeyro, Antonio Gálvez Ronceros (Chincha, 1932) era el más importante cuentista de aquella privilegiada promoción de autores. Sin ánimo de hacer ránkings o comparaciones, a estas alturas existe un sólido consenso en que Gálvez Ronceros es uno de nuestros más valiosos escritores vivos, con numerosos relatos en su haber que se ubican entre lo más selecto de la narrativa peruana contemporánea. Sus cuentos, forjados entre la discreción, la paciencia y el silencio, son propios del orfebre de la palabra en el que hace varias décadas se ha erigido.
Es natural que en un país donde el arte de la entrevista suele ser reducido a una limitada gama de fórmulas monótonas o a un mero trámite que se apura de cualquier manera, sea muy difícil evocar títulos de libros donde se compilen conversaciones con personajes destacados que vayan más allá de la fugacidad periodística y alcancen la estatura de lo memorable. Puedo recordar Cambio de palabras (1981) de César Hildebrandt, donde varios políticos como Andrés Townsend, Luis Alberto Sánchez o Jorge del Prado, infinitamente más articulados y cultos que los que padecemos hoy en día, sufrían ante las embestidas de un inquisidor que hacía de cada pregunta un agudo reto pugilístico. También es dable mencionar Peregrinos de la lengua (1997), selección de entrevistas de Alfredo Barnechea con maestros absolutos de la literatura latinoamericana como Donoso, Borges, Paz o Vargas Llosa, en las que el inquisidor nunca pierde el tipo ante los tótems a los que tiene que enfrentar. Hay algunos ejemplos más, pero en el balance la cosecha no es, en definitiva, lo abundante que debería.
Que esta publicación no haya aparecido en el recuento del año pasado es una injusticia. Y me he decidido a repararla porque Búmm!, proyecto a cargo de Alfredo Villar, no solo es un libro acertadamente concebido y documentado, sino que tiene el mérito –enorme en este amnésico país– de rescatar un rastro de nuestra historia cultural al que no se le ha dado hasta ahora la importancia que merece: el que dejó una generación de talentosos humoristas gráficos surgidos en los años de plomo de la segunda fase de la dictadura militar y que desarrollaron un trabajo de gran calidad y de fuerte crítica al poder político y económico durante las décadas siguientes.
ENSAYO Me quedo con Pensando a la derecha, de Antonio Zapata, acucioso trabajo sobre nuestros partidos conservadores, su labor en el gobierno y sus cuestionables caudillos. También con Paulo César Peña, quien a pesar de su juventud ha escrito un lúcido ensayo maniáticamente documentado y sumamente recomendable: 1945: Jorge Eduardo Eielson. Vida y canción en Lima, centrado en los primeros años de la carrera del poeta de Reinos.
LO MEJOR NOVELA. La novela del año 2016 es Los niños muertos, de Richard Parra. Debemos remontarnos a los primeros libros de Oswaldo Reynoso para encontrar un retrato tan convincente y estremecedor del mundo de la pobreza y de los jóvenes y prepúberes que destruye y devora. Si su libro anterior (La pasión de Enrique Lynch / Necrofucker) había llamado la atención por su prosa esencial y punzocortante, con esta ficción Parra se consolida como uno de los narradores más importantes de la literatura peruana actual.
Es meritorio ser el mejor escritor de tu generación. Más meritorio todavía cuando lo eres dentro de una promoción de autores que surgió en tiempos difíciles, pauperizados y en los que tu país se debatía entre el vacío y el relleno sanitario. Es el caso de Jaime Bedoya (Lima, 1964), quien, bajo el desenfadado título de En aparente estado de ebriedad, acaba de publicar una amplia y sustanciosa recopilación de las columnas que escribió en la revista Caretas, en El Comercio y en el blog Trigo Atómico. Apreciamos así, panorámicamente, una obra donde humor y reflexión se conjugan con pericia, frescura y por momentos con brillantez, arropados en una prosa que se impone por su propio peso. No apela nunca a retorcimientos ni a autoindulgencias: Bedoya juega limpio. A veces al filo del reglamento, pero sin conocer la tarjeta roja en las más de quinientas páginas que constituyen esta rendición de cuentas.
Antes de leer este libro, pesqué un par de comentarios afirmando que el título no se correspondía con su propuesta y contenido. Después de leerlo, puedo decir que es una aseveración algo superficial, pues De dónde venimos los cholos de Marco Avilés sí procura abordar la cuestión que anuncia en la portada. Lo que sucede es que, como suele ocurrir con la buena literatura, no lo hace directamente; acomete esta misión autoimpuesta por medio de un viaje tanto geográfico como histórico y autobiográfico en el que, por medio de distintos personajes, manifestaciones y descubrimientos, la pregunta sobre su origen y circunstancia va quedando saldada.
Emma Cline es la chica de 28 años nacida en Texas que se ha convertido en un sorprendente y fulgurante cometa que cruza el firmamento de la literatura norteamericana actual. Prácticamente desconocida hasta hace unos meses, Cline se ha ganado el respeto y la admiración de personalidades como Richard Ford o Jennifer Egan gracias a su primera novela, la extraordinaria Las chicas, libro de altas ambiciones que se cumplen con creces. Personalmente, su lectura me ha resultado adictiva, apasionante y por momentos sobrecogedora. Como Ford ha apuntado, no deja de impresionar que esta sea la obra de una escritora tan joven y que haya alcanzado tal nivel literario y una mirada tan profunda sobre la esencia humana, sus aspiraciones y miserias.
Durante muchos años el tema de la homosexualidad se presentó de manera marginal y subterránea en nuestra literatura. Podemos rastrear algunos pasajes alusivos a la sodomía en la lejana Duque (1934) de José Diez Canseco, de tocamientos entre muchachos en Los inocentes (1960) de Oswaldo Reynoso, así como episodios de lesbianismo y sumisión homosexual en Conversación en La Catedral (1969) de Vargas Llosa, por no mencionar su descarnado retrato de un trosco uranista en Historia de Mayta (1984). Es recién a partir de los años noventa que el asunto se torna central en libros como Las dos caras del deseo (1994) de Carmen Ollé, Salón de Belleza (1994) de Mario Bellatin, No se lo digas a nadie (1994) de Jaime Bayly o en obras posteriores como Segunda persona (2010) de Selenco Vega, entre muchas otras. Derrotados ciertos tabúes, el tópico del amor entre seres del mismo sexo ha dejado de presentarse como un referente negativo y oprobioso para dar paso a una mirada más natural y honesta de abordarlo, denunciando muchas veces la hipocresía que oprime a quienes aman distinto y en oposición a lo que la norma hegemónica impone.
En 1970, dos autores virtualmente desconocidos compartieron el por entonces prestigioso premio Poeta Joven del Perú. El primero era José Watanabe, que a estas alturas no necesita presentación: casi medio siglo después de recibir esa distinción, es considerado una de las principales voces de la poesía nacional, cuyo prestigio se extiende por todo el ámbito latinoamericano. El segundo es, hasta la fecha, un poeta insular casi secreto.
“Yo siempre he dicho la verdad, que es algo que interesa muy poco en este país. Aquí la gente miente como respira”. Esto me dijo Rodolfo Hinostroza en una entrevista que le realicé en su departamento de Jesús María. A Rodolfo nunca le gustaron las declaraciones condescendientes, huía de los eufemismos, vituperaba a quienes no les gustaba quedar mal con nadie. Hubiera odiado, por eso mismo, un obituario predecible en el que se incluyera únicamente sus conquistas literarias y su lado soleado y se obviara su espíritu polémico, su tendencia al exabrupto, su personalidad excesiva y arbitraria. Porque Hinostroza no solamente fue un gran poeta fundacional, un autor inquieto y abarcador de todos los géneros conocidos. A Hinostroza había que aceptarlo entero, y ahí el asunto se ponía espinoso e incómodo. Y a él le gustaba, se esforzaba porque fuera así.
Macarena es una millennial limeña, hija de una clase media constituida por convenciones y apariencias, que regresa a casa luego de vivir un tiempo en España. Ya instalada en su hogar, se da cuenta de que los recuerdos y los fantasmas de su estancia europea no se han desprendido de ella y que la acosan sin tregua: allá dejó un amor medio platónico con C, un amigo que nunca pudo corresponderle por estar con Nuria, una chica alocada y estridente que contrastaba demasiado con su forma de ser, tímida y reflexiva. Es así como Macarena se deja arrastrar por un torrente de sensaciones, remembranzas e imágenes con las que intenta restituir el pasado y convertirlo en un espacio de restauración personal.
El año pasado Rafo León (Lima, 1950) publicó un libro de cuentos, Cualquiera daña a otro, cuya lectura ha sido una de las pruebas más difíciles que he padecido desde que tengo a cargo esta pequeña columna. Hace pocos meses León reincidió y nos entregó una novela, La aldea rota, que, dados los antecedentes, estuve un buen tiempo sin decidirme a abordar. Hasta que una mañana tomé a ese toro por los cuernos y después de un par de días le pude dar fin. La buena noticia es que este nuevo libro es bastante mejor que Cualquiera daña a otro.
Antes de iniciar esta reseña es necesario aclarar algunos puntos: 1) Roger Santiváñez (Piura, 1956) es quizá el último autor importante que nos legó aquella época dorada de nuestra poesía situada entre los años sesenta y setenta del siglo pasado; 2) Santiváñez es, también, quien mejor reelaboró las poéticas del sesenta en medio de la crisis expresiva que aconteció luego del fin del referido periodo de auge; y 3) de su generación, es quien ha hecho mayores esfuerzos y ha cosechado mejores frutos en su afán de renovar las viejas estructuras de nuestra lírica contemporánea. Solo habiendo dejado esto por escrito es posible continuar.
Como saben los lectores de este diario, José Carlos Yrigoyen es nuestro crítico literario, en la actualidad el más relevante y temido de nuestro pequeño y muchas veces provinciano mundillo cultural.
En el 2003 un grupo de jóvenes integrantes del taller de poesía de la Universidad de Lima publicó un libro titulado Tetramerón. Era el típico compendio de poetas que tantean el terreno y que, para no perderse en parajes desconocidos, prefieren explorarlos en compañía. De ese conjunto de buenas voluntades, el que más aciertos exhibió fue Bruno Pólack (Lima, 1978), quien aportó para el mencionado volumen una colección de poemas titulada Las ruedas del beso de Reinaldo Arenas, que incluía un poema homónimo que debe estar entre lo mejor que ha producido la lírica peruana post 2000. Ese texto, más otros hallazgos parciales, sugerían la posibilidad de una voz personal y valiosa.
La novela policial es un género cuyo desarrollo es relativamente reciente en el Perú. Es cierto que a principios del siglo XX Clemente Palma había escrito una novela por entregas titulada El meñique de la suegra, pero en las décadas siguientes las muy escasas incursiones en este apartado fueron casi secretas o de resultados poco vistosos. Es recién a mediados de los años ochenta cuando el interés por el policial se renueva y aparecen interesantes ficciones como ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) de Mario Vargas Llosa o la divertida Pólvora para gallinazos (1985) de Mirko Lauer, quien la publicó bajo el seudónimo de C.C. García. En 1990 Carlos Calderón Fajardo (Juliaca, 1946) nos entregó una breve novela que es sin duda una de las más logradas dentro de esta corriente: La conciencia del límite último.
“No vengo de ningún lado. El mundo es una cueva, un corazón de piedra que aplasta, un vértigo plano. Cuánto hay que cavar para dar con el desprecio, para hacer que mis días ardan”. De esta manera comienza La débil mental, segunda novela de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) que puede ser definida como un poético puñetazo en el estómago. En efecto: se trata de un libro bello y peligroso que desde la primera página no permite sosiego al lector. Apenas nos adentramos en él somos inevitablemente hipnotizados por una prosa entrecortada, cautivante e intensa que no decae nunca y nos conduce por los violentos y enrarecidos caminos de la relación entre una madre y su hija, quienes han elegido una lenta y amorosa autodestrucción.
Si hay algo que ha estado presente a lo largo de toda la vida de Juan de la Fuente Umetsu (Lima, 1965) es el sentimiento de ausencia. Incluso desde antes que naciera este ya iba abonándose en su historia: su abuelo, un inmigrante de Osaka, tuvo que abandonar el Perú largos años durante la Segunda Guerra Mundial, en ese terrible periodo en el que se persiguió a la colonia japonesa. Justamente él reconoce que su acercamiento a la poesía se debe a la necesidad de entablar un diálogo con seres queridos y desaparecidos, de reconstituirlos por medio de las palabras.
Llegó luego de un año de espera el cuarto libro de la serie Mi lucha de Karl Ove Knausgaard (Oslo, 1968), proyecto que significa uno de los sucesos literarios más importantes de la última década. En esta Columna Vertebral ya he reseñado los primeros tres tomos autobiográficos escritos por este hombre que se propuso relatar “las banalidades y humillaciones de su vida”. Apelando a un hiperrealismo plagado de reflexiones y de confesiones desprovistas de todo pudor, Knausgaard publicó primero La muerte del padre, en la que narra la difícil y trágica relación con su progenitor, y luego Un hombre enamorado, centrada en la opresiva rutina de su matrimonio y el cuidado de sus hijos; se trata de libros de notable calidad, forjados con la habilidad de convertir en epifanías los actos más nimios de la existencia.
Empezaré esta reseña diciendo que entre los pocos poetas peruanos de interés que han surgido en el presente siglo considero necesario incluir a Manuel Fernández (Lima, 1976). Hace unos diez años apareció su primer libro, Octubre (2006), largo poema pletórico de recursos y alternativas expresivas acerca de los profundos cambios que experimentó el país durante el docenio militar y los destinos privados que se involucraron con aquellas reformas.
En 1993 Carlos Arámbulo (Lima, 1965) debutó en las lides literarias con un libro de forma alargada titulado Acto Primero. Se trataba de un poema río que por su ritmo trepidante y su temática recordaba al célebre Nudo Borromeo de Rodolfo Hinostroza.
“Wáshington Delgado ha escrito una nota elogiosa de este libro. Sus razones tendrá. Por nuestra parte, no podemos ser condescendientes con lo que es a todas luces una masturbación mental”. (Reseña a El viejo saurio se retira. La Prensa. Febrero, 1969).
Hablar de la poesía de Mario Montalbetti es hablar de una vocación por la ruptura. Una primera ruptura externa, cuando en 1978 apareció su primer libro, Perro negro, y opuso a la tendencia conversacional contestataria y confesional imperante una poética cuestionadora de la palabra y los significados, caracterizada por un lúcido y lúdico cinismo. Desde el saque el proyecto de Montalbetti fue considerado como inclasificable dentro del panorama lírico peruano, temido como un elemento tan renovador como incómodo para una crítica acostumbrada a encasillar a los poetas con dos o tres etiquetas que siempre resultaron insuficientes o embarazosas en este caso. La segunda ruptura es interna e incesante: Montalbetti es un autor inconforme con sus hallazgos –por muy sólidos que nos parezcan a sus lectores– porque su propia visión de la poesía lo impele a buscar y desescombrar los caminos que advierte inexplorados. Este desbroce es una apuesta mayor en la que usualmente tiene un éxito que nunca significa una meta. Parafraseando a Blanca Varela, el premio por la carrera siempre es otra carrera. Y cada carrera, una nueva ruptura.
Voy a ahorrarme todo tipo de introducción esta vez. Diré que anoche terminé de leer Esa muerte existe, la nueva novela de Jennifer Thorndike (Lima, 1983) y que la experiencia no ha sido satisfactoria. Ya desde las primeras páginas, recién embarcado, intuí que el viaje iba a ser duro, que la estructura no resistiría los embates de la tempestad, que en medio de la travesía llegaría el naufragio. Y no me equivoqué. La nave se hundió a mitad del océano y yo nadé hasta la orilla por mis propios medios, herido y agotado, para escribir esta reseña.
La historia es así: en el 2008 un joven narrador llamado Francisco Ángeles (Lima, 1977) publicó su primera novela, La línea en medio del cielo. Era un libro de buen acabado pero adolecía de la rigidez e inseguridad que suelen afectar a los debutantes. Ángeles se tomó su tiempo para dar el siguiente paso y seis años después nos entregó Austin, Texas 1979, un segundo libro muy superior, conformado por una historia mucho más atractiva y sólida, que alcanzaba sus mejores momentos en una segunda mitad que probablemente se encuentre entre las mejores cosas que la narrativa peruana nos ha regalado en estos años tan prolíficos. Luego de este logro, Ángeles decidió volver sobre sus pasos y revisar su primer libro, buscando entre sus páginas algo que evidentemente no encontró, pues decidió reescribirla casi por completo y volver a publicarla, esta vez bajo el nombre de Plagio. Y advierte que este “es el original que se produce después de la falsificación”.
A principios de los años ochenta surgió en el Perú un grupo de poetas mujeres que, en su mayoría, reivindicaba las ideas y actitudes del movimiento de liberación femenina, exploraba las posibilidades de la llamada poesía del cuerpo y denunciaba el orden patriarcal que las oprimía y cosificaba. Ejemplos de esto son los primeros libros de Rocío Silva Santisteban, Patricia Alba y, sobre todo, los de la ya célebre Carmen Ollé. Sin embargo, en ese grupo de interesantes autoras también apareció una voz, de alguna manera, disonante: la de Giovanna Pollarolo (Tacna, 1952) que en sus mejores poemarios – Entre mujeres solas (1991) y La ceremonia del adiós (1997) – daba voz a distintos personajes femeninos que, atrapados en las redes del matrimonio y de las convenciones sociales, viven el desamparo, la decepción y la soledad que sus rutinas les imponen, dejando a un lado todo ánimo de rebelión para lamentarse sobre su incapacidad de encajar en el mundo y del fracaso de sus relaciones amorosas.
Conocí a Oswaldo Reynoso a mediados de 1995, en mi condición de integrante del entrañable taller de narrativa de la Universidad de Lima. Había aceptado participar en una lectura pública que organizamos y luego se reunió a tomar un café con nosotros. A diferencia de otros escritores consagrados, él demostró en cada momento no solo una gran sencillez y trato horizontal, sino también un genuino interés por lo que pensábamos y lo que hacíamos. Es ya proverbial el papel de maestro que Reynoso ejerció para muchos jóvenes de mi tiempo y para los que vendrían luego, así como su natural empatía con quienes comenzábamos a trajinar los difíciles y a veces ingratos caminos de la literatura. Para muchos de nosotros y para nuestras vocaciones, sus palabras, consejos y hasta su sola presencia significaron un apoyo inestimable. Además de su amistad. Porque Oswaldo Reynoso nos hacía sus amigos sin esperar nada a cambio, bautizando nuestra complicidad con abundantes jarras de cerveza e inacabables copones de pisco.
Hace no muchos meses comenté dos libros – No ficción y Todo no es suficiente – que corroboraban la madurez literaria que Alberto Fuguet había demostrado en Missing (2009), hasta la fecha la mejor de sus entregas. El escritor chileno se halla en una etapa sumamente prolífica, pues acaba de publicar una novela monumental, sin duda la más ambiciosa que ha escrito: Sudor. Seiscientas páginas que son todo un reto para el lector, aunque no necesariamente por los motivos que a Fuguet le hubieran gustado. Lo diré desde el saque: es un libro caudaloso, con tramos notables y personajes consistentes que adquieren vida propia ni bien comienza el relato; pero también es un texto innecesariamente largo, tedioso y repetitivo que pudo haberse reducido a la mitad sin que se pierda nada demasiado importante.
La poesía de Carlos López Degregori (Lima, 1952) siempre ha sido difícil de calificar para los distintos críticos y especialistas que se han sumergido en sus aguas oscuras y profundas. Hay consenso en considerarla una obra marginal, con motivaciones muy distintas a las de sus compañeros generacionales (es decir, los poetas surgidos entre los años setenta y ochenta), y en destacar su rico imaginario, un universo donde la crueldad y lo siniestro rigen el destino de las criaturas que lo habitan. A pesar de que se trata de una obra incómoda a la hora de encuadrarla dentro del ámbito de nuestra tradición, sus virtudes han sido reconocidas desde muy temprano, precisamente a partir de su segundo libro, Las conversiones (1983), y especialmente por el volumen que lo consagra como uno de los autores más importantes de la poesía contemporánea, Cielo forzado (1988).
El 11 de abril de 1987 se encontró el cadáver de Primo Levi, italiano, judío, escritor, químico y superviviente de los campos de concentración. Hay dos teorías sobre su muerte: la que afirma que esta se debió a un accidente, al precipitarse por el hueco de la escalera de su casa; otra, que optó por el suicidio. La duda sobre su final no deja de ser llamativa porque contiene las dos circunstancias que el mismo Levi había descrito en su obra con respecto al destino de quienes habían sobrevivido al Holocausto: la de quienes asimilan la experiencia, necesitan contarla y se las arreglan para vivir con ella y la de aquellos que no consiguen cerrar sus heridas, siguen sumidos con el horror, la tortura y la degradación permanentes y en muchos casos, eligen la autoeliminación ante su imposibilidad de sacudirse de la pesadilla que ha marcado sus existencias.
En los años noventa ningún narrador peruano fue más denostado que el periodista y presentador de televisión Jaime Bayly (Lima, 1965). La crítica y la intelectualidad consideraban sus novelas como literatura light, consagradas a meros intereses comerciales y descarados vehículos narcisistas y chismográficos. Quizá en algo hayan podido tener razón, pero lo cierto es que durante esos años Bayly escribió sus dos mejores libros: No se lo digas a nadie (1994) y Los últimos días de la prensa (1996), que son, a la vez, dos de las ficciones más destacables entre las que se publicaron por entonces en nuestro país, superiores y más eficaces que varias de las novelas firmadas por autores calificados como más serios y prestigiosos en ese mismo periodo. No digo que sean títulos excelentes, pero dentro de su aparente ligereza se constataba una certera crítica al machismo y a los ultramontanos prejuicios de la burguesía limeña en el primer caso, y en el segundo una interesante exploración de la decadencia de las clases medias tras el docenio militar.
No son tiempos propicios para los poetas jóvenes de nuestro país. Cada vez es más difícil encontrar, entre la avalancha de publicaciones que nos sepulta, un libro debut que se distinga de la maraña de poemarios previsibles, escritos por bisoños autores satisfechos, aunque hagan lo imposible por negarlo, en su condición epigonal. Los nuevos poetas suelen envolverse en manifiestos rupturistas, construir armatostes teóricos que justifiquen sus arrebatos, celebrar cual narcisos su propio ánimo experimental, pero cuando llega la hora de las definiciones, lo que podemos constatar en sus poemas es bastante conservador y envejecido. Nos encontramos con muchachos que, ante el callejón sin salida donde se encuentran, optan por sucedáneos como la performance o por engañifas posmodernas que nada nuevo o inquietante aportan a la tradición. No son pocos los que escalaron esas montañas de espejismos y desechos y luego desbarrancaron y ahora moran en el Tártaro de lo intrascendente y olvidable.
Una de las cosas más interesantes de tener una columna sobre libros es recibir las novelas y poemarios de autores jóvenes que recién comienzan a publicar y lo hacen en sellos independientes, cuyos catálogos a veces nos pueden deparar alguna sorpresa. Si bien no es usual encontrar en estos nuevos escritores trabajos enteramente logrados o de inusual nivel artístico, a veces, entre sus ingenuidades e imperfecciones, podemos rescatar algún rasgo que insinúe la posibilidad de una voz interesante a futuro.
Las novelas de Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) siempre me han producido sentimientos encontrados. Por una parte, no se puede negar el talento narrativo de este autor, quien hace de sus libros artefactos eficaces y generalmente bien construidos; por otra, sus historias sacrifican todo afán de trascendencia, cualquier densidad o aporte que vaya más allá de una historia bien contada para consagrarse al puro entretenimiento del lector y ser rápidamente digeridas y olvidadas por este. En ocasiones puede entregarnos títulos estimables como Abril rojo (2006) o Memorias de una dama (2009), quizá el mejor de los que ha publicado. Pero estas son excepciones a una regla donde lo trivial, lo frívolo y lo predecible se imponen. Y su última novela, La noche de los alfileres, lamentablemente, solo confirma esta tendencia.
En esta exasperante y traumática elección general a la que estamos sometidos se han publicado, como suele suceder, algunos libros que aspiran a analizar, resumir o dar alcances sobre las ideas, los partidos políticos, los candidatos y demás elementos que componen el trasfondo del acto comicial. Ya he tenido la ocasión de reseñar en esta página los libros de Aldo Mariátegui y de Antonio Zapata, quienes se dedican a desentrañar nuestra historia política desde veredas opuestas. Esta vez, el turno es para Anti-Candidatos 2016, compilación de ensayos breves de politólogos, sociólogos y periodistas a cargo de Carlos Meléndez, que ya en las elecciones del 2011 había editado un volumen de título y contenido semejante.
No es ni el libro logrado y cautivador del que han hablado algunos críticos ni el desastre sin atenuantes que anunciaba el primer capítulo entregado por la editorial como adelanto. Cinco esquinas, la última novela de Mario Vargas Llosa, es una narración que se lee con fluidez y entretenimiento. El mayor mérito que le encuentro es que esto sea así, a pesar de los múltiples defectos y problemas que la maculan. Lo diré de una vez: estamos quizá ante una de las novelas menos importantes de nuestro Nobel, en dura competencia con Los cuadernos de Don Rigoberto y El héroe discreto.