“Yo siempre he dicho la verdad, que es algo que interesa muy poco en este país. Aquí la gente miente como respira”. Esto me dijo Rodolfo Hinostroza en una entrevista que le realicé en su departamento de Jesús María. A Rodolfo nunca le gustaron las declaraciones condescendientes, huía de los eufemismos, vituperaba a quienes no les gustaba quedar mal con nadie. Hubiera odiado, por eso mismo, un obituario predecible en el que se incluyera únicamente sus conquistas literarias y su lado soleado y se obviara su espíritu polémico, su tendencia al exabrupto, su personalidad excesiva y arbitraria. Porque Hinostroza no solamente fue un gran poeta fundacional, un autor inquieto y abarcador de todos los géneros conocidos. A Hinostroza había que aceptarlo entero, y ahí el asunto se ponía espinoso e incómodo. Y a él le gustaba, se esforzaba porque fuera así.
A estas alturas no hay discusión en que Rodolfo Hinostroza es uno de los poetas peruanos más importantes de la segunda mitad del siglo pasado, y que su obra y la de Antonio Cisneros marcaron el paso de la obsoleta corriente hispánica hacia el británico modo que remeció profundamente las estructuras de la lírica nacional. Sus dos primeros libros, los excelentes Consejero del Lobo (1965) y Contra natura (1971) influyeron decisivamente a las dos siguientes generaciones de poetas jóvenes, quienes lo admiraron, lo siguieron, lo imitaron y adoptaron, con variado éxito, ese discurso donde la referencia culta, el cosmopolitismo, el diálogo con la Historia y el experimentalismo intelectual eran los protagonistas. Importantes autores, como es el caso de Santiváñez o Montalbetti, bebieron de esas aguas y formaron sólidas carreras desde ese punto de partida que Hinostroza impuso como un hito en nuestra tradición contemporánea.
Me atrevería a decir que la obra poética de Hinostroza desde esos dos libros hasta los poemas publicados en 1984 merece el adjetivo de intachable. Y eso incluye, también, su libro testimonial sobre el sicoanálisis, el valiente e impúdico Aprendizaje de la limpieza (1978), texto inclasificable e inaugurador de un sendero difícil que no ha tenido continuadores. En esa etapa Hinostroza no tiene interés en hacer buenos versos o poemas, sino en consolidar un lenguaje propio, original, multidisciplinario y poderoso; lo consigue sin duda alguna y más allá del deber. Ningún poeta de su generación alcanzó los picos y triunfos artísticos que podemos rastrear entre las páginas de sus Poemas reunidos (1988).
Pero también es cierto que luego de ese periodo la calidad de su poesía desciende ostensiblemente. Ni los desvencijados poemas sueltos publicados entre finales de los ochenta y los noventa, ni mucho menos Memorial de Casa Grande (2005), un libro desastroso por donde se le mire, recuperan algo de los brillantes logros de sus inicios. En narrativa entregó algunos cuentos valiosos –pienso en El benefactor– pero también una novela fallida y olvidable como su pretenciosa Fata Morgana (1994). Asimismo, concluyó un libro de retratos de escritores, Pararrayos de Dios (2012), con el que se ganó sendas polémicas con los familiares de Javier Heraud y Manuel Scorza, a quienes trató muy duramente.
Hinostroza fue muy criticado porque, siendo el último sobreviviente notable de ese grupo de poetas del sesenta que en un comienzo apostó por el cambio revolucionario, el ejemplo de Cuba y Fidel Castro y la lucha guerrillera, le negó hasta el final el estatus de héroe a Heraud que la izquierda le había concedido desde la primera hora. Siempre se mostró como un escéptico ante las utopías, los líderes mesiánicos y las ideologías que eran, en el fondo, religiones seculares (“Los imbéciles han renunciado el Poder / Yo me confieso imbécil” escribió en Contra natura) y sostuvo que Heraud no era más que una víctima que fue utilizada y sacrificada por intereses políticos, un muchacho cuya muerte debíamos lamentar pero no glorificar, porque no era más que el agraviado principal de un error absurdo y fatal. Se ganó la antipatía de muchos por esta posición, lo cual siempre le importó un pepino.
Rodolfo Hinostroza fue un hombre exigente, talentoso, arrogante, despótico, irónico y de risa fácil, un tipo que nunca le temió a la verdad y a sus consecuencias y que rechazó cualquier compromiso en el que no creyera con auténtica convicción. La imagen final que tengo de él es en su pequeño departamento, rodeado por el santo humo del cáñamo, satisfecho de sí mismo y dueño de la sabiduría del mago que ha perdido sus poderes. Ha muerto Rodolfo Hinostroza, indiscutible ídolo de mi juventud insegura, y por eso hay soledad en los caminos mondos, hay soledad en los vahos siderales.
Adiós, querido Rodolfo. Paz a tus huesos.
Si te interesó lo que acabas de leer, recuerda que puedes seguir nuestras últimas publicaciones por Facebook, Twitter y puedes suscribirte aquí a nuestro newsletter.