“Wáshington Delgado ha escrito una nota elogiosa de este libro. Sus razones tendrá. Por nuestra parte, no podemos ser condescendientes con lo que es a todas luces una masturbación mental”. (Reseña a El viejo saurio se retira. La Prensa. Febrero, 1969).
Nunca conocí a Miguel Gutiérrez Correa, más allá de un saludo y algunas breves palabras cordiales. Por lo que me dicen amigos que sí lo frecuentaron y que tuvieron largas conversaciones con él, era un tipo sencillo, de serena simpatía, tumultuosamente culto, siempre al día con los nombres y tendencias que agitaban las letras nacionales. Los relatos sobre aquellos encuentros me describían a un hombre que se la pasaba leyendo clásicos y novedades durante todo el día en su pequeña casa de Lurín –literalmente tapizada de libros– y que en la noche, apertrechado de toda clase de licores, escribía como un poseso hasta que irrumpía el alba. Yo solo sé que ha muerto y que con él perdemos a uno de los escritores más importantes del siglo XX en nuestro país. Se va el autor de El viejo saurio se retira (1969), novela juvenil, oscura, anegada de alcohol y rebeldía; el narrador de la sobresaliente Hombres de caminos (1988), emocionante western de acentos decimonónicos protagonizado por curtidos bandoleros; y sobre todo el artífice de una novela monumental que se encuentra entre las más complejas, densas y logradas de la literatura peruana, La violencia del tiempo (1991), espléndida saga familiar, histórica y política, sin duda uno de los mejores libros que han aparecido en Hispanoamérica al menos en los últimos 50 años.
La vida de Gutiérrez fue, en muchos sentidos, una lucha constante. No solo contra las inquietudes y fantasmas que debía enfrentar en la ficción, sino también contra un sistema que se empeñaba en invisibilizar las voces incómodas y desafectas para el poder. Su primer libro fue víctima de un inusual ensañamiento por parte de la crítica oficial, que utilizó febles argumentos moralistas para desacreditarlo; durante varias décadas fue marginado por nuestros inefables letratenientes que usualmente echaban mano de razones extraliterarias para justificar su desprecio. Ni siquiera La violencia del tiempo se salvó en aquella época de la indiferencia de nuestros manes literarios (salvo por Ricardo González Vigil, que desde el primer momento advirtió los “visos de genialidad” de esta novela). Pero al final, a pesar de tanta mezquindad y pequeñez, la obra de Gutiérrez se impuso por sus propios méritos. Y a diferencia de muchos escritores a los que van a enterrar con sus libros, los de Gutiérrez están llamados a perdurar. La prueba de esto es que los lectores, que hace 20 años apenas si lo conocían, ahora consumen sus novelas con una admiración solo equiparable a la que produce un Vargas Llosa, un Reynoso o un Ribeyro.
Gutiérrez no solo fue un notable novelista, sino también un agudo e inteligente ensayista. Entre los títulos de este género que publicó, descolla La generación del 50: un mundo dividido, trabajo en el que estudia con una vasta erudición la obra de los principales poetas y narradores nacidos entre los años veinte y treinta del siglo pasado. Cuando este libro fue publicado, generó una dura polémica por el elogio que Gutiérrez hizo de Abimael Guzmán, a quien consideró el intelectual más valioso de aquella generación, justo en el peor momento del conflicto armado interno. Este error fue arteramente aprovechado por sus detractores como un motivo para negar sus méritos como escritor. Con los años moderó mucho sus posiciones políticas, tuvo la valentía de autocriticarse y rectificar, pero nunca dejó de ser un consecuente intelectual de izquierda; nunca fue ajeno al compromiso social que siempre defendió. Con su fallecimiento no solo perdemos a un autor de extraordinario talento, sino algo tan raro como eso: a un hombre y ciudadano honesto hasta la temeridad. Que descanse en paz.
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