Diego Salazar
@disalch
Como saben los lectores de este diario, José Carlos Yrigoyen es nuestro crítico literario, en la actualidad el más relevante y temido de nuestro pequeño y muchas veces provinciano mundillo cultural.
En el poco más de año y medio que Yrigoyen lleva reseñando libros en estas páginas, ha conseguido construir una voz y autoridad propias, que los lectores aficionados a la literatura esperan semana a semana, como hace mucho no se veía en el panorama local. Uno puede estar de acuerdo o no –yo muchas veces no lo estoy– con las valoraciones y/o argumentaciones de Yrigoyen –el ejercicio de la crítica, cuando se ejerce de manera honesta y responsable, es siempre una invitación a la discusión– pero, si le interesan los libros y la cultura, no puede sino celebrar que haya un crítico joven (con tiempo y carrera por delante), preparado y honesto intelectualmente, realizando esta labor en un medio masivo.
Por esas razones, me acerqué el año pasado al primer libro de narrativa publicado por Yrigoyen, Pequeña novela con cenizas. Al haber seguido con cierto interés su carrera como poeta y al ser quien le ofreció la página de crítica literaria en este diario, entré al libro con muchas expectativas. Sin embargo, lo encontré tedioso y, sobre todo, me sorprendió lo desprolijo de su prosa, al punto de que lo abandoné sin terminarlo. De un poeta y crítico bregado como el autor, esperaba quizá no una obra maestra, pero sí la prosa pulida y seductora de un estilista. No fue así.
Con ese antecedente, llegué a Orgullosamente solos, su segunda novela. Atraído por la investigación en el pasado familiar que Yrigoyen decía haber realizado, por los claroscuros del personaje objeto de esa indagación y por los puntos de contacto de este y su familia con la Historia política del siglo XX peruano. Durante la lectura, esas expectativas se vieron rápidamente colmadas, para abrir paso a la sorpresa y admiración por el vuelo y agudeza narrativos del autor, por su oficio a la hora de encajar las piezas de esta historia a la vez íntima y pública, política y sentimental.
A grandes rasgos, Orgullosamente solos narra, en primera persona, la investigación que emprende el narrador para revelar el pasado oculto –intelectual, político y familiar– de su abuelo, Carlos Miró Quesada Laos. Periodista, breve y olvidado director de El Comercio, alguna vez candidato presidencial, diplomático, autor de un buen puñado de libros que hoy ya no lee nadie y –como irá descubriendo el lector de la mano del narrador– no solo admirador y apologista sino agente activo y destacado del fascismo en Perú y Sudamérica. Hay más, por supuesto. Mucho más de lo que sus escasas ciento cincuenta y pocas páginas invitan a imaginar.
Para esto, Yrigoyen echa mano de un relato disfrazado de crónica personal, en donde el narrador –cuyo nombre jamás se menciona– ejerce de alter ego del autor, tan entreverado con él que comparten familia, amigos, trayectoria y hasta la publicación de dos poemarios igualmente titulados. Un narrador no fiable, que exhorta a confiar en él (“me he comprometido a que todo dato que aparezca en mi libro cuente aunque sea con una mínima base de veracidad”) mientras va filtrando reflexiones y casi imperceptibles revelaciones personales, que hacen avizorar –sin estridencia y sin mostrar todas sus cartas en aras de un moderado suspenso– hacia dónde se dirige y cómo van mutando tanto el relato como la imagen que tiene de su abuelo. Cómo aprende a mirar con cierta comprensión e incluso a identificarse tímidamente con la fascinación fascista de Carlos Miró Quesada, mientras que, por el contrario, juzga cada vez con mayor severidad su cobardía de hombre adúltero y cuasi bígamo.
Como el lector no tiene acceso a las fuentes documentales y testimoniales de que se sirve el autor para delinear la biografía de su abuelo, no tiene más remedio que fiarse, dar por bueno y firmar el contrato de no-ficción que se le extiende: toda esta historia, que involucra el nombre y honra de una persona que existió en el mundo real, es –hasta donde pude averiguar– tal y como dice el relato. Un contrato distinto al de la ficción: esta historia pudo haber ocurrido o podría ocurrir pero nada más. Cuando a Yrigoyen se le preguntó en una entrevista cuánto de realidad y cuánto de ficción había en su libro, dijo que 99% de una y 1% de otra. El problema es que la ficción es como el colorante, lo mancha todo sin importar la cantidad utilizada. Un vaso de agua en el que cae una sola gota de colorante deja de ser un vaso de agua sin más, y hagamos lo que hagamos es imposible volver a tener solo agua. ¿Y ahora qué es agua y qué es colorante?, ¿qué es realidad, qué ficción?
Sin embargo, Yrigoyen utiliza esa falsa disyuntiva –tan vieja como la literatura misma y tan trillada como una metáfora beckeriana– a favor del libro y, frente a la cobardía y novelería de otros autores que utilizan la coartada de la novela basada en la propia experiencia, el redundante “basado en hechos reales” (como si todo relato no fuera basado en hechos reales, incluso la ciencia ficción); o, aun peor, que se refugian detrás de ese término absurdo, “autoficción”, tan solo para enmascarar sus carencias como narradores o reporteros, o para evitar dar la cara ante las personas –familiares, amigos, antiguas parejas– a quienes han optado por convertir en “personajes”, aquí el autor utiliza la ficción no para edulcorar –o colorear– la realidad, ni para colocarse a sí mismo bajo una luz favorecedora, ni para rellenar los vacíos que la investigación puede haber dejado, sino para que su relato avance y lleve al lector donde la Historia no podía acceder. Sin que esa difícil relación entre la ficción y la realidad altere su propósito narrativo, al que sirven con eficacia las disquisiciones éticas e intelectuales del narrador, quien se debate entre la estupefacción y rechazo iniciales ante las ideas fascistas de su abuelo y una progresiva aunque dubitativa comprensión de estas. Ese manejo de la Historia, la memoria, la política vista como un drama íntimo y público a la vez, el trayecto y descubrimiento personal emparentan este libro con parte de la obra del español Javier Cercas, con la estupenda Los informantes (2004) del colombiano Juan Gabriel Vásquez y, sobre todo, con el mejor Philip Roth, el de las novelas políticas protagonizadas por Zuckerman.
Si algo se puede criticar a Yrigoyen y Orgullosamente solos son unos pocos arrebatos líricos, así como un ligero abuso de frases hechas, construcciones obvias y/o pertenecientes a otra época, como si el narrador en lugar de hablarnos desde el tiempo presente narrara desde el periodo en que ocurrieron los hechos de su relato. Como en algún momento señala el narrador, su prosa parece mezclarse con la de su abuelo, pero este recurso estilístico interrumpe el fluir de una escritura por lo demás límpida y sugerente. Estos pequeños vicios enturbian a ratos el ritmo del relato, porque como bien dice el narrador en la página 39, “a veces un adjetivo, un sustantivo o un verbo son más difíciles de superar que la tragedia que enuncian”.
Por suerte, hecha la suma y resta final, no es este el caso en Orgullosamente solos. La tragedia que narra, la tragedia de un tiempo, una familia y un país, se sobrepone con maestría página a página gracias al oficio narrativo de su autor y a la poderosa historia a la que este sirve.
- Orgullosamente solos
- Random House, 2016. 155 pp.
- Relación con el autor: Laboral y cordial.
- Puntuación: 4.5/5 estrellas
Nota: Tanto en la versión impresa como en una versión digital anterior, esta columna decía —por un error de edición— “Periodista breve y olvidado director de El Comercio”, en lugar de “Periodista, breve y olvidado director de El Comercio”.
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