23.NOV Sábado, 2024
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Opinión

Han confundido quizás la caballerosidad, el don de gentes, la bonhomía, la paciencia, el buen humor y la generosidad con alguna suerte de debilidad amorosa por las cámaras, los micrófonos y la peliculina.

Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
rvasquez@peru21.com

Hay solo dos circunstancias en la vida en las que alguien puede disponer del tiempo ajeno a su entera satisfacción: el trabajo y el amor. Digo, claro está, disponer legítimamente, esto es, fuera de cualquier tipo de violencia. En el trabajo, el empleador dispone de nuestro tiempo a cambio de una remuneración. En el amor, es el placer de liberar el tiempo al otro el que le permite a este disponer de nuestras horas sin más límite que, precisamente, el amor.

Pero resulta que muchas veces hay personas que confunden el trabajo y el amor. No me refiero aquí a esas que tienen amor por su trabajo y que, en consecuencia, gozan del gran privilegio de que amando lo que hacen son bien remuneradas por ello. No. Me refiero a quienes creen que pueden disponer del tiempo ajeno como si uno estuviera enamorado de ellos, cuando de lo que se trata es de un asunto de trabajo que, por alguna razón inexplicable, ellos no conciben como tal. En simple, hay gente que cree que uno tiene la obligación, sin mediar ningún sublime sentimiento de por medio, de ponernos a trabajar gratis; así, sin más.

Mi celular no para nunca de sonar. Recibo todos los días docenas de llamadas a cualquier hora y en cualquier lugar. Todas, sin excepción, pidiendo entrevistas, apreciaciones, opiniones políticas sobre esto y aquello. Para una nota del dominical de la semana, para algún programa de la mañana de señal abierta, para otro de cable en la noche, para la radio, para alguna revista, para un diario, para los estudiantes de comunicaciones de esta o aquella universidad. En fin, así es mi vida diaria: una interminable agenda de entrevistas.

Cualquiera diría pues que no me puedo quejar dado el alto flujo de solicitudes del mercado. Pero he descubierto que si existe alguna excepción a esas leyes, es decir, a aquella que eleva el valor de los bienes y servicios más demandados, ese es mi caso. Lo cierto es que nunca he visto brillar un sol en mis manos por el tiempo que he dispuesto para decir lo que quienes me llaman consideran de mí importante. Nunca. Ellos cobran por llamarme y entrevistarme y yo no por responderles y hacerles posible su trabajo.

Han confundido quizás la caballerosidad, el don de gentes, la bonhomía, la paciencia, el buen humor y la generosidad con alguna suerte de debilidad amorosa por las cámaras, los micrófonos y la peliculina. Y creen que pueden abusar de ello como cuando, en el amor, uno de los amantes se imagina que las consideraciones y solicitudes de la que es parte significan la sumisión incondicional de su pareja y, en consecuencia, una puerta abierta para el soslayo y la falta de respeto. Grave error de juicio que solo es descubierto cuando uno termina por mandarlos al cuerno.

No estoy enamorado de las entrevistas, y menos de que alguien disponga de mi tiempo a cambio de nada. Estoy enamorado sí de grandes cosas, de grandes gestos, de grandes personajes, de grandes pensamientos, del destino y sus misterios, de la Historia. Ese es mi mundo. Me basta y me sobra con él. Y si alguien quiere que hable de enanos y de estiercoleros, no me niego con tal de que me paguen (exonero esta semana al lector de aburrirles la mañana con la cantilena del Movadef, la revocatoria, el indulto, el INPE, la encuesta de CPI y… ¿ya terminó de bostezar?).

Sí, pues. Es un arduo trabajo sacar perlas de los chanchos.


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