Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantes
rvasquez@peru21.com
Este último viernes se celebró, en Washington, la Asamblea General de la OEA. Como nunca, esta vez, la reunión de los cancilleres de los países miembros cobró una importancia inusitada en el marco del languidecimiento generalizado de ese foro continental, cuya inoperancia e intrascendencia política en defensa de los valores democráticos de la región es imposible ocultar. Curiosamente, han sido los países que más han venido contribuyendo al eclipse de la OEA, a través de la creación de otras organizaciones regionales alternativas, los que han puesto nuevamente en órbita a la vieja institución nacida a mediados del siglo pasado. Una órbita que, no está de más decir, podría ser la última. Y todo parece indicar que ahí está el detalle.
Se discute entonces el futuro del así llamado “Sistema Interamericano de Derechos Humanos” (SIDH), cuyos pilares son las controvertidas CIDH: La Comisión y la Corte. Sin embargo, la agenda de la reforma del SIDH ha terminado decantándose básicamente por el tema de la libertad de expresión. Y ha sido Ecuador, secundado por países de la órbita “populista” o “socialista” en la región, el que ha puesto en tela de juicio el trabajo y la autonomía del organismo que, dentro de la Comisión, es el encargado de velar por que esa libertad fundamental no sea violada por los países miembros del Sistema.
Así, pues, el Estado ecuatoriano, representado por el gobierno del Presidente Rafael Correa, cuya conflictiva relación con la prensa de su país es ampliamente conocida, se ha propuesto desinflar el poder del que goza la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, que no es otro que la independencia financiera que le permite cumplir su labor de fiscalización. En síntesis, de aprobarse la reforma propuesta por el Ecuador, la Relatoría estaría limitada para recaudar fondos propios provenientes de otros Estados ajenos a la OEA o de ONG promotoras y defensoras de la libertad de expresión en el mundo, como ha venido sucediendo hasta el momento.
Más allá del debate filosófico sobre qué debe entenderse por libertad de expresión, lo que no quiere Ecuador ni los países que lo secundan en su reforma es que ni la OEA ni nadie se meta en cómo sus gobiernos se relacionan con sus respectivas prensas nacionales. Y, en esto, el Perú ha jugado un papel lamentable avalando, sinuosamente, la posición ecuatoriana.
Primero, el paraíso de los lugares comunes. “El Perú –dijo en Washington su Canciller– valora el trabajo de la Relatoría Especial de Libertad de Expresión, ya que es un genuino referente para mejorar el rendimiento de las otras relatorías”. Luego, “es porque te valoro tanto” que estoy de acuerdo con que no recibas ni un centavo más que no sea del bolsillo de los propios Estados fiscalizados, porque el Perú “coincide en la aspiración de lograr que el financiamiento del Sistema esté integrado dentro del fondo regular de la OEA”. Por lo tanto, anuncio con bombos y platillos que “el país iniciará contribuciones ‘voluntarias’ al SIDH”. ¡Ohhh…! ¡Qué gran noticia! Muchas gracias por el “sencillo”, supongo. Pero qué pena que “tu voluntad” dependa finalmente del gobierno de turno y de cómo se porte la Relatoría cuando se trate de fiscalizar a los Estados aportantes.
¿Y si el “sencillo” no alcanza para mantener la Relatoría porque no todos los miembros de la OEA pertenecen al SIDH? Bueno, pues qué mejor que el wishful thinking para solucionar el problema: “Nos parece necesario procurar la participación de todos los miembros de la OEA para garantizar el financiamiento de todos los órganos de protección, así como fomentar la promoción de los derechos humanos”. Listo; el que no ve la plata es porque no quiere verla, ¿verdad?
Y así, con la complicidad sinuosa del Perú, lo único que servía para algo en la OEA está en camino de ser puesto fuera de órbita. Bueno, feliz viaje a la eternidad.
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