Ricardo Vásquez Kunze, Desayuno con Diamantes
rvasquez@peru21.com
En política, una vez que se toman decisiones, uno las mantiene hasta el final. El costo de no mantenerlas es, a la larga, aún peor que hacerlo. ¿Por qué? Pues muy simple: porque implica debilidad; la debilidad, duda, y la duda, el principio de la traición. Así, quienes ingenua o idiotamente creen que deshaciendo la decisión tomada van a restablecer el respeto, la credibilidad y la popularidad perdida por un pacto político controvertido, al que auspiciaron y avalaron sin reservas, están total y absolutamente equivocados.
Calmarán las aguas por un tiempo, si ello ocurre, pero tan seguro como que Luis XIV fue el Rey Sol, cruzada la línea de la cobardía y el incumplimiento de la palabra empeñada, quedarán a merced de cualquiera que les quiera dar el empujón final. ¡Ah, señores, y de esos habrá legión porque la política les da el derecho! La política no es como el reino de Utopía del santo Tomás Moro. No señores. Dejemos eso para los ingenuos. Para el colectivo de universitarios de Starbucks. Para los pontífices éticos de la tribuna de papel periódico. Para el ángel de la guarda del doctor Maestre. La política es un coto de caza. Sangriento, cruel, despiadado. Y allí, una vez olida la sangre del débil y el cobarde, lo que viene es la muerte. Su muerte.
El mensaje que le han dado al país los líderes políticos Ollanta Humala, presidente de la República; Keiko Fujimori, candidata presidencial del fujimorismo y segunda minoría electoral; Víctor Isla, presidente del Congreso y, con ellos, todos los parlamentarios de todas las tiendas políticas que le siguen, es que su palabra NO VALE NI UN PEPINO. Es decir, ¿qué liderazgo político pueden ofrecer aquellos que se dejan intimidar tan fácilmente por unos parlanchines televisivos, unos pulgares abajo en Facebook y una gavilla de indignados ortográficos en Twitter?
Es la opinión pública, dicen. A la que nos debemos, dicen. Porque, qué va, “nosotros no gobernamos para las encuestas”, dicen. Amigos, yo les voy a contar qué diablos es la “opinión pública”: Soy yo y cuatro gatos más. ¿Les quedó claro? Los dueños de los medios, los periodistas top y comentaristas políticos, alguna que otra celebridad de Al fondo hay sitio, los patrones de uno que otro gremio y, finalmente, los corazones sangrantes de las ONG de DD.HH. Esos somos la “opinión pública”. Y si nos ponemos a hacer cálculos bastante generosos, no pasamos de 100 personas. Sí, cien en un universo de 30 millones a los que les importa un bledo el TC, el BCR y la DP, por más que digan lo contrario en las encuestas.
Que somos poderosos, lo somos, por lo visto. Tanto que después de haber llegado a acuerdos al nivel más alto de presidente de la República, presidente del Congreso y líderes políticos de las mayores agrupaciones electorales del país, haya bastado un remoquete –“la repartija”–y un par de gritos para que todos los susodichos se descalabraran como galletas de soda.
Voy contra la corriente, está claro dentro de “la opinión pública”. Es mi privilegio. Me lo he ganado a pulso. Por eso advierto que, después de esta ominosa capitulación de la política, lo que vendrá será peor. El reino de las turbas se avecina porque ya saben la “fuerza” y el “coraje” que tienen los “líderes políticos” en el Perú. Y ahí quiero ver entonces qué chillará “la opinión pública”.
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