Hace tres años, Chile instauró el voto voluntario. En su momento, la derecha tradicional (UDI) se opuso, pero se generó un mayoritario consenso en el resto de fuerzas a favor de su implementación. Dos elecciones después (una municipal y una presidencial), se debate el retorno del voto obligatorio, ya que la participación electoral cayó al 50% y las autoridades elegidas sienten la pérdida de legitimidad. ¿Qué convendría en el caso peruano?
La respuesta no es sencilla y merece una amplia discusión dentro del paquete de reformas que apremian. Si bien es cierto que en el mundo desarrollado la voluntariedad es dominante (82% de países de la OCDE la tiene), no es necesariamente un modelo a seguir. Nuestro Estado es tan débil y la política está tan desprestigiada, que lo más probable es que la participación electoral no supere el 50%. ¿Cuáles serían las consecuencias para nuestra política si solo uno de cada dos peruanos, en el mejor de los casos, vota? ¿No estaríamos institucionalizando la exclusión política y agudizando la de-safección? ¿Acaso no sería más fácil para un antisistema legitimarse dirigiéndose a peruanos excluidos políticamente?
Quienes proponen el voto voluntario aducen que, al votar solo los más interesados (y educados), los de mayor compromiso cívico y más informados, la representación política mejoraría. Ya no tendríamos “otorongos”, sino legisladores de “mejor calidad” (sic). No sé. Luego de ver los aplausos que recogió el histriónico ministro Urresti en CADE (en teoría un público de las características mencionadas), dudo aún más de las preferencias políticas de nuestras élites sofisticadas. En todo caso, no me comprometo a recetas definitivas (que tanto le gustan a los “reformólogos”), sino a un debate necesario.
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