La propuesta de la reforma política –en su versión “mínima”– planteada por las autoridades electorales ha sido bien recibida por el gobierno, a tal punto que se propone llevar la discusión al diálogo político promovido por la PCM. El impostado discurso “reformista” del Ejecutivo encuentra así viada y le da algo de soporte a una iniciativa ajena. Sin embargo, este inusitado padrinazgo oficialista tiene un lado anverso y, de hecho, delata las limitaciones del “wishful thinking” de los reformólogos locales: ¿es posible una reforma sin el Apra y el fujimorismo?
El gobierno ha acentuado su antagonismo en contra de los partidos políticos más fuertes del país. En el vocabulario nacionalista, el Apra es “tradicional” y el fujimorismo, “montesinista”. El oficialismo no reconoce a sus rivales como pares dignos de acuerdos políticos, sino como enemigos a exterminar. Así, el discurso anti-establishment le gana al gobierno; con esa prédica se cosechan votos, pero no se forjan reformas políticas que requieren pactos plurales.
Por si fuera poco, ¿cómo el partido de gobierno puede liderar una reforma sobre, entre otras cosas, financiamiento partidario cuando precisamente es objeto de acusaciones sobre delitos asociados al mal ejercicio de la administración de recursos de campaña? El enfrentamiento político y las denuncias de corrupción han ampliado la brecha de una reforma sensata y orgánica. En esta dinámica, el propio gobierno ha socavado la posibilidad de acuerdos elementales y los partidos opositores más activos apuestan, con justa razón, a postergar un debate necesario, pero sin condiciones para su viabilidad. La “agenda mínima” deambula a su suerte ante la falta de anclas partidarias que han estado ajenas a su formulación.
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