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Opinión

El 17 de marzo de 2014 se inició la Operación Lava Jato, con el propósito de descubrir una red dedicada al lavado de dinero. En tres años, Lava Jato ha destapado el esquema de corrupción de políticos con Petrobras, Odebrecht y otras contratistas, dentro y fuera de Brasil.

Las confesiones de los gerentes de Odebrecht han puesto al descubierto que los partidos políticos, en su mayoría, venían beneficiándose con dinero de la corrupción y que una alta proporción de los actuales gobernadores, senadores, diputados federales y de los estados han sido y son parte de ese esquema.

El Brasil ha cambiado en 1,100 días. El PT ha perdido su ventaja ética, su prestigio y su gobierno, y la aristocracia política ha perdido mucho de su tradicional legitimidad. Los nuevos héroes son los jueces, fiscales y Policías Federales, quienes demostraron tener la integridad, el coraje y la capacidad para destapar el criminal festín y comenzar a punir a los culpables.

Sin embargo, Lava Jato ya mostró sus límites. El diagnóstico está claro, pero la cura aún está lejos. El actual Congreso, por su composición, está incapacitado para realizar las reformas necesarias para prevenir y punir la corrupción. Las “10 Medidas Contra la Corrupción” propuestas por la ciudadanía están bloqueadas y los congresistas buscan desesperadamente amnistiarse por sus delitos.

La situación configura un impasse institucional: el Congreso no quiere hacer las reformas y la Corte Suprema carece del mandato para hacerlas. La economía comienza a recuperarse, pero la política sigue inestable. ¿Logrará el Brasil tomar la ruta de superación de Hong Kong o fracasará en el intento?


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