En el Brasil republicano, dos líderes políticos han logrado constituirse en mito: Getúlio Vargas y Lula da Silva.
Getúlio gobernó Brasil de 1930 a 1945, y de 1950 a 1954. Medio presidente y medio dictador, Getúlio creó la Petrobras, el BNDES y otras estatales, modernizó el Estado y fundó el laborismo brasileño. En medio de una crisis política, Getúlio se mató. Murió el líder político, pero sobrevivió el mito. Hasta hoy, el legado de Getúlio influencia la política brasileña. El mismo Lula se considera un continuador de Getúlio.
Como líder político, Lula aún conserva 30% de popularidad y encabeza las encuestas electorales. Sin embargo, los atributos de imagen que daban ventaja ética a Lula y al PT, sensibilidad social y honestidad, han recibido golpes durísimos con las denuncias de Lava Jato y con la condena a Lula por corrupción.
Presentar la condena como persecución política no está funcionando. Fuera del mundo petista, Lula es visto como un político corrupto, como un miembro más de la poco honorable aristocracia política brasileña.
La población de Brasil se siente avergonzada de sus gobernantes, desconfiada de los políticos, aburrida con los discursos tradicionales y ansiosa por encontrar a alguien realmente distinto. Pero Lula es cada vez más parecido a todos los demás. Con la Bolsa Familia como su único legado y sin la ventaja ética que siempre lo benefició, Lula va a tener dificultades para competir en 2018.
Lula sueña con ser Getúlio II, pero sus biografías son distintas. Getúlio aún marca la política brasileña, 63 años después de morir. Si a Lula no le ocurre algo extraordinario, su influencia morirá con él aún en vida.
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