22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

Esta semana que termina, el presidente de la República ha pronunciado una de las peores declaraciones que jamás alguien que ocupa la primera magistratura de la nación haya hecho sobre un poder del Estado. Ha dicho el presidente que en el Congreso de la República se realizan “juicios populares” como los que hacía, en su tiempo, la organización terrorista Sendero Luminoso, y que consistían en asesinar a sangre fría a los inocentes que se interponían en su camino, de la manera más cruel posible. Esta “comparación” grotesca, insensata e inaceptable, la ha hecho en el contexto de que su esposa está siendo investigada por una comisión del Parlamento.

Con esta invectiva sin precedentes contra el Congreso –al primer poder del Estado se le ha calificado de muchas maneras, pero la de asesino es una novedad siniestra—, el presidente ha insultado no solo a los integrantes de la comisión referida y a todos y cada uno de los miembros del Legislativo, sino a 30 millones de peruanos, pues es en el Congreso donde todos nosotros estamos representados.

Esta calumnia infame contra el sistema democrático –más allá de las opiniones diversas que los peruanos podamos tener sobre nuestra representación nacional— no puede quedar impune. El presidente debe disculparse públicamente y sin medias tintas con el Parlamento. Motu proprio o a requerimiento de la presidenta del Legislativo y su Mesa Directiva, cuanto antes. De negarse a exigírselo estos últimos, los parlamentarios deben autoconvocarse a una legislatura extraordinaria para censurar a Ana María Solórzano y elegir a quien sí tenga la convicción del deber de hacerlo. Pues sería ridículo que este 28 de julio el presidente asista a dar su penúltimo mensaje a la nación ante un “tribunal del pueblo” de 130 “asesinos”.

Mención aparte merece el hecho de que el presidente ha perdido cualquier atisbo de ecuanimidad política, poniendo en riesgo su jefatura constitucional con declaraciones inaceptables en una democracia. Para el presidente, su señora esposa parece estar por encima de cualquier consideración de Estado y, con sus hechos, nos está diciendo claramente que antes que el Estado –y las responsabilidades que tiene para con este– está su mujer.

Si así fuese en la prelación de sus deberes, pues el presidente debe seguir el mismo camino honesto que siguió el rey Eduardo VIII cuando, en 1936, entre el amor y el Estado, eligió el “amor”: abdicó. Si el presidente no entiende que su esposa no significa absolutamente nada en la arquitectura institucional señalada por la Constitución y que, por ende, su defensa política está creando el magma de una crisis constitucional con declaraciones fuera de la ley, pues el presidente debería renunciar.

El país, señor presidente, está por encima de su cónyuge que, como usted bien dice, no es siquiera una funcionaria del Estado. Por lo tanto, antes de que otros decidan por usted –con la Constitución en la mano– quién es más importante, hágalo usted mismo. Asuma su responsabilidad de jefe de Estado o conviértase en un ciudadano particular como lo es hoy su señora esposa.


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