22.NOV Viernes, 2024
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Opinión

La trágica muerte del niño sirio Aylan Kurdi –inmortalizada por una polémica fotografía–, varado por el mar en una playa turca, pretende resumir un lugar común etiquetado como el “drama de los refugiados”.
Cientos de miles de familias del Medio Oriente y del norte de África cruzan el Mediterráneo para llegar a las costas europeas. Esta semana en Hungría y en Viena hemos visto cómo las estaciones de trenes se han convertido en virtuales campos de refugiados de hombres, mujeres y niños que, según otro lugar común, escapan de la violencia y las guerras civiles que asolan a los países musulmanes vecinos de Europa.

La opinión pública del Viejo Continente, sensibilizada por la poderosa y macabra fotografía del niño sirio, no puede creer que un drama semejante esté ocurriendo en su propio suelo. Lo que debería entender Europa es que la muerte de Aylan Kurdi y el desborde de refugiados en sus fronteras es culpa suya.

En la vida hay un solo axioma universal: todo acto genera consecuencias. Por ello es tan importante tener esto presente en la política, donde muchas veces las decisiones se toman en función no de las consecuencias, sino de las intenciones de sus actores y de los principios que las fundamentan. Craso error.

Occidente aplaudió con genuina emoción la “Primavera Árabe”. Y no solo la aplaudió. La alentó interviniendo directamente. El pueblo árabe se había sublevado en distintos países contra los tiranos y déspotas que los gobernaban. Había entonces que apoyarlos para deshacerse de ellos. Así pues, para Occidente, las intenciones eran buenas porque los principios eran buenos. En juego estaban la libertad de los pueblos y la democracia como forma de gobierno. Uno a uno fueron cayendo los tiranos. El de Túnez, el de Libia, el de Egipto. Pero ni la democracia ni la libertad llegaron nunca. Solo el caos, dejando a su paso miles de muertos en guerras de clanes y de sectas religiosas.

En Siria, donde hasta hoy gobierna un tirano, los más entusiastas en derrocarlo fueron los europeos. En particular, los franceses. Las cruentas imágenes de la guerra civil en las que los aviones de Al Assad bombardeaban ciudades rebeldes no dejaban dudas para Occidente de que el dictador debía dejar el poder sin condiciones.

Primero armaron a los rebeldes, pero, como Al Assad resistía, Estados Unidos estuvo a punto de lanzar una ofensiva aérea sobre Siria. Se detuvo a último momento por presión de Rusia y contra la opinión de Francia, que estaba con un portaviones listo para entrar en acción –¡socialistas!–. Para entonces ya había aparecido en escena el ISIS, un grupo fundamentalista como la historia no había visto en siglos. Sus abominables crímenes contra todos aquellos que no comulgan con su visión del islam –patrimonio de la humanidad incluido– hacían de la satrapía de Al Assad una tiranía de medio pelo. Hoy Al Assad es la última y única barrera que queda en Siria contra las hordas del “Estado Islámico”.

Las buenas intenciones y los principios de Europa llevaron a sus costas el cadáver de Aylan Kurdi. De nada sirve llorarlo sin entender por qué llegó allí así. Todo acto genera consecuencias y hoy Europa sabe cuáles son.


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